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vivo, misericordioso y fiel lo que transforma nuestras vidas,
nos levanta cada vez que tropezamos y resignifica nuestra
historia. Desde esta condición frágil hemos de esforzarnos
por cumplir con nuestro compromiso, tal como nos lo sugiere
el papa Francisco:
Todos somos llamados a ofrecer a los demás el testi-
monio explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de
nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su Palabra,
su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida […] Nuestra im-
perfección no debe ser una excusa; al contrario, la misión es
un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y
para seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano
está llamado a ofrecer implica decir como san Pablo: «No es
que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que
continúo mi carrera [...] y me lanzo a lo que está por delante»
(Flp 3,12-13). (Evangelii Gaudium 121).
85. Asimismo, el testimonio de comunión hace aparecer
a la Iglesia como signo auténtico del Evangelio. Para ello se
requiere desarrollar una espiritualidad de comunión que nos
haga capaces de reconocer el rostro de la Trinidad, a cuya
imagen fuimos creados, en nosotros y en el hermano; sentir al
hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico como
«uno que me pertenece», para saber compartir sus alegrías y
sufrimientos, intuir sus deseos y atender a sus necesidades,
ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Es también la
capacidad de ver lo positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo
como regalo de Dios (cfr. Novo Millennio ineunte 43).
86. Por eso es preciso cultivar y ampliar los espacios de
comunión a todos los niveles. La comunión ha de ser patente
en las relaciones entre obispos, presbíteros y diáconos, entre
pastores y todo el Pueblo de Dios, entre clero y religiosos, en-
tre asociaciones y movimientos eclesiales. Para ello se deben
valorar cada vez más los organismos de participación como
los consejos presbiterales y pastorales (cfr. Novo Millennio
ineunte 45).