Consagración de Rusia y Ucrania al Inmaculado Corazón de María
Entonces dijo Isaías: Oye, pues, casa de David: ¿No satisfechos con cansar a los hombres, quieren cansar también a mi Dios?”.
Esta afirmación del Profeta Isaías, me parece muy actual para el momento de crisis que vivimos primero por la Pandemia, y ahora aunada con la tensión de la guerra entre Rusia y Ucrania, que sin duda repercute a los países vecinos y poco a poco al resto de las naciones.
¿Qué es lo que debemos escuchar de parte de Dios, y lo que debemos hacer?
Me parece que los elementos para la respuesta los encontramos en el discurso del Papa Paulo VI, que dirigió a la ONU el 4 de octubre de 1965. Les presento unos párrafos que considero adecuados para nuestra reflexión y motivación a orar, y para entender el por qué el Papa Francisco ha consagrado hoy en Roma a Rusia y a Ucrania, poniéndolas en manos del Inmaculado Corazón de María.
Nunca jamás los unos contra los otros; jamás, nunca jamás. ¿No es con ese fin sobre todo que nacieron las Naciones Unidas: contra la guerra y para la paz? Escuchen las palabras de un gran desaparecido: John Kennedy, que … proclamaba: «La humanidad deberá poner fin a la guerra, o la guerra será quien ponga fin a la humanidad».
Basta recordar que la sangre de millones de hombres, que sufrimientos inauditos e innumerables, que masacres inútiles y ruinas espantosas sancionan el pacto que los une en un juramento que debe cambiar la historia futura del mundo. ¡Nunca jamás la guerra! ¡Nunca jamás la guerra! Es la paz, la paz, la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad.
La paz, como saben, no se construye solamente mediante la política y el equilibrio de las fuerzas y de los intereses. Se construye con el espíritu, las ideas, las obras de la paz.
¿Llegará alguna vez el mundo a modificar la mentalidad particularista y belicosa que ha formado hasta el presente una parte tan importante de su historia? Es difícil preverlo, pero es fácil afirmar que es necesario ponerse decididamente en camino hacia la nueva historia, la historia pacífica, la que será verdadera y plenamente humana, la misma que Dios ha prometido a los hombres de buena voluntad. «Los caminos están trazados delante de vosotros: El primero es el del desarme».
Si quieren ser hermanos dejen caer las armas de sus manos: no es posible amar con armas ofensivas en las manos. Las armas, sobre todo las terribles armas que les ha dado la ciencia moderna antes aún de causar víctimas y ruinas engendran malos sueños, alimentan malos sentimientos, crean pesadillas, desafíos, negras resoluciones, exigen enormes gastos, detienen los proyectos de solidaridad y de trabajo útil, alteran la psicología de los pueblos.
Mientras el hombre siga siendo el ser débil, cambiante y hasta malo, que demuestra ser con frecuencia, las armas defensivas serán, desgraciadamente, necesarias. Pero a ustedes, su coraje y su valor los impulsan a estudiar los medios de garantizar la seguridad de la vida internacional sin recurrir a las armas. He aquí una finalidad digna de sus esfuerzos. He aquí lo que los pueblos esperan. He aquí lo que se debe lograr.
Y para ello es necesario, que aumente la confianza unánime en esta institución, que aumente su autoridad. Y el fin entonces, cabe esperarlo, se alcanzará. Ganaran el reconocimiento de los pueblos, aliviados de los pesados gastos en armamentos y liberados de la pesadilla de la guerra siempre inminente.
Una palabra aún, señores, una última palabra. Este edificio que levantan no descansa sobre bases puramente materiales y terrestres, porque sería entonces un edificio construido sobre arena. Descansa ante todo en nuestras conciencias. Sí, ha llegado el momento de la «conversión», de la transformación personal, de la renovación interior. Debemos habituarnos a pensar en el hambre en una forma nueva. En una forma nueva también la vida en común de los hombres; en una forma nueva, finalmente, los caminos de la historia y los destinos del mundo, según la palabra de San Pablo: «Vestir el nuevo hambre, que es criado conforme a Dios en justicia y en santidad de verdad» (Ef 4,25).
Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca como hay, en una época que se caracteriza por tal progreso humano, ha sido tan necesario a la conciencia moral del hombre. Porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán, por lo contrario, resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad. El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas.
En una palabra: el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo. Y esos indispensables principios de sabiduría superior no pueden descansar —así lo creemos firmemente, como saben— más que en la fe de Dios. ¿El Dios desconocido de que hablaba San Pablo a los atenienses en el Areópago? (Hch 17, 23) . ¿Desconocido de aquellos que, sin embargo, sin sospecharlo, le buscaban y le tenían cerca, como ocurre a tantos hombres en nuestro siglo? Para nosotros, en todo caso, y para todos aquellos que aceptan la inefable revelación que Cristo nos ha hecho de sí mismo, es el Dios vivo, el Padre de todos los hombres.
Los invito a seguir el ejemplo de María, escuchar lo que nos pide el Espíritu Santo y aceptarlo, aunque desconozcamos el camino a recorrer y las adversidades que encontraremos; seamos promotores y sembradores de la paz y digamos como María: “Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho”.
Ahora unidos al Papa Francisco, oremos a Nuestra Madre María, Madre de la Iglesia, con la siguiente oración para la consagración de Rusia y Ucrania:
Oración de consagración
Oh María, Madre de Dios y Madre nuestra, nosotros, en esta hora de tribulación, recurrimos a ti. Tú eres nuestra Madre, nos amas y nos conoces, nada de lo que nos preocupa se te oculta. Madre de misericordia, muchas veces hemos experimentado tu ternura providente, tu presencia que nos devuelve la paz, porque tú siempre nos llevas a Jesús, Príncipe de la paz.
Nosotros hemos perdido la senda de la paz.
Hemos olvidado la lección de las tragedias del siglo pasado, el sacrificio de millones de caídos en las guerras mundiales.
Hemos desatendido los compromisos asumidos como Comunidad de Naciones y estamos traicionando los sueños de paz de los pueblos y las esperanzas de los jóvenes.
Nos hemos enfermado de avidez, nos hemos encerrado en intereses nacionalistas, nos hemos dejado endurecer por la indiferencia y paralizar por el egoísmo.
Hemos preferido ignorar a Dios, convivir con nuestras falsedades, alimentar la agresividad, suprimir vidas y acumular armas, olvidándonos de que somos custodios de nuestro prójimo y de nuestra casa común.
Hemos destrozado con la guerra el jardín de la tierra, hemos herido con el pecado el corazón de nuestro Padre, que nos quiere hermanos y hermanas.
Nos hemos vuelto indiferentes a todos y a todo, menos a nosotros mismos. Y con vergüenza decimos: perdónanos, Señor.
En la miseria del pecado, en nuestros cansancios y fragilidades, en el misterio de la iniquidad del mal y de la guerra, tú, Madre Santa, nos recuerdas que Dios no nos abandona, sino que continúa mirándonos con amor, deseoso de perdonarnos y levantarnos de nuevo. Es Él quien te ha entregado a nosotros y ha puesto en tu Corazón inmaculado un refugio para la Iglesia y para la humanidad. Por su bondad divina estás con nosotros, e incluso en las vicisitudes más adversas de la historia nos conduces con ternura.
Por eso recurrimos a ti, llamamos a la puerta de tu Corazón, nosotros, tus hijos queridos que no te cansas jamás de visitar e invitar a la conversión. En esta hora oscura, ven a socorrernos y consolarnos. Repite a cada uno de nosotros: “¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”. Tú sabes cómo desatar los enredos de nuestro corazón y los nudos de nuestro tiempo. Ponemos nuestra confianza en ti. Estamos seguros de que tú, sobre todo en estos momentos de prueba, no desprecias nuestras súplicas y acudes en nuestro auxilio.
Así lo hiciste en Caná de Galilea, cuando apresuraste la hora de la intervención de Jesús e introdujiste su primer signo en el mundo. Cuando la fiesta se había convertido en tristeza le dijiste: «No tienen vino» (Jn 2,3). Repíteselo otra vez a Dios, oh Madre, porque hoy hemos agotado el vino de la esperanza, se ha desvanecido la alegría, se ha debilitado la fraternidad. Hemos perdido la humanidad, hemos estropeado la paz. Nos hemos vuelto capaces de todo tipo de violencia y destrucción. Necesitamos urgentemente tu ayuda materna.
Acoge, oh Madre, nuestra súplica.
Tú, estrella del mar, no nos dejes naufragar en la tormenta de la guerra.
Tú, arca de la nueva alianza, inspira proyectos y caminos de reconciliación. Tú, “tierra del Cielo”, vuelve a traer la armonía de Dios al mundo.
Extingue el odio, aplaca la venganza, enséñanos a perdonar. Líbranos de la guerra, preserva al mundo de la amenaza nuclear.
Reina del Rosario, despierta en nosotros la necesidad de orar y de amar. Reina de la familia humana, muestra a los pueblos la senda de la fraternidad. Reina de la paz, obtén para el mundo la paz.
Que tu llanto, oh Madre, conmueva nuestros corazones endurecidos. Que las lágrimas que has derramado por nosotros hagan florecer este valle que nuestro odio ha secado. Y mientras el ruido de las armas no enmudece, que tu oración nos disponga a la paz. Que tus manos maternas acaricien a los que sufren y huyen, bajo el peso de las bombas. Que tu abrazo materno consuele a los que se ven obligados a dejar sus hogares y su país. Que tu Corazón afligido nos mueva a la compasión, nos impulse a abrir puertas y a hacernos cargo de la humanidad herida y descartada.
Santa Madre de Dios, mientras estabas al pie de la cruz, Jesús, viendo al discípulo junto a ti, te dijo: «Ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26), y así nos encomendó a ti. Después dijo al discípulo, a cada uno de nosotros: «Ahí tienes a tu madre» (v. 27).
Madre, queremos acogerte ahora en nuestra vida y en nuestra historia. En esta hora la humanidad, agotada y abrumada, está contigo al pie de la cruz. Y necesita encomendarse a ti, consagrarse a Cristo a través de ti. El pueblo ucraniano y el pueblo ruso, que te veneran con amor, recurren a ti, mientras tu Corazón palpita por ellos y por todos los pueblos diezmados a causa de la guerra, el hambre, las injusticias y la miseria.
Por eso, Madre de Dios y Madre nuestra, nosotros solemnemente encomendamos y consagramos a tu Corazón inmaculado nuestras personas, la Iglesia y la humanidad entera, de manera especial Rusia y Ucrania. Acoge este acto nuestro que realizamos con confianza y amor, haz que cese la guerra, provee al mundo de paz. El “sí” que brotó de tu Corazón abrió las puertas de la historia al Príncipe de la paz; confiamos que, por medio de tu Corazón, la paz llegará. A ti, pues, te consagramos el futuro de toda la familia humana, las necesidades y las aspiraciones de los pueblos, las angustias y las esperanzas del mundo.
Que a través de ti la divina Misericordia se derrame sobre la tierra, y el dulce latido de la paz vuelva a marcar nuestras jornadas. Mujer del sí, sobre la que descendió el Espíritu Santo, vuelve a traernos la armonía de Dios:
Tú que eres “fuente viva de esperanza”, disipa la sequedad de nuestros corazones.
Tú que has tejido la humanidad de Jesús, haz de nosotros constructores de comunión.
Tú, Madre Nuestra, María de Guadalupe, que has recorrido nuestros caminos, guíanos por sendas de paz. Amén.