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El Cardenal Carlos Aguiar Retes En La Basílica De Guadalupe. Foto: INBG/Cortesía.

Homilía en mi 25 aniversario episcopal- 29/06/22

«Y según ustedes, ¿quién soy yo?. Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Jesús le dijo entonces: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los cielos!”.

Hoy celebramos la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, columnas de la Iglesia. San Pedro por la confesión sobre la identidad de Jesús y por el seguimiento fiel y constante a su Maestro, y no obstante sus humanas fragilidades, recibió del mismo Jesús la plena autoridad sobre la comunidad de discípulos de Jesucristo, es decir sobre la Iglesia, con estas palabras: “Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.

Por su parte, San Pablo fue llamado por el mismo Jesucristo, a quien Pablo (Saulo) perseguía arrestando a sus discípulos, y al convertirse en su seguidor lo hizo de una manera tan ejemplar y decidida, entregando su vida a la causa de la evangelización, que se ha ganado el nombre del Apóstol de los gentiles, es decir de los no creyentes. Por eso escuchamos en la segunda lectura su afirmación, con franca sinceridad y autenticidad: “Ha llegado para mí la hora del sacrificio y se acerca el momento de mi partida. He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe. Ahora sólo espero la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento”.

Hoy hace 25 años, recibí la Ordenación Episcopal de manos del Cardenal Adolfo Suárez Rivera, entonces Arzobispo de Monterrey, quien por mandato del Papa San Juan Pablo II me nombró Obispo de Texcoco, convirtiéndome así en miembro del Colegio Apostólico, que integramos los Obispos. En estos años la obediencia al Sumo Pontífice, Sucesor de San Pedro, como Obispo de Roma, en las personas del Papa Juan Pablo II, Benedicto XVI, y actualmente el Papa Francisco ha sido para mí muy importante, descubrir las cualidades de San Pedro y de San Pablo, y asumirlas en mi responsabilidad como Obispo de Texcoco, como Arzobispo de Tlalnepantla, y ahora como Arzobispo de México.

De San Pedro me ha fortalecido aprender, que a pesar de la frágil condición humana, el saber reconocer nuestras faltas y acudir a la misericordia divina, nos permite siempre avanzar en los objetivos propuestos; y descubrir que de las decisiones asumidas, buscando el bien de la Iglesia y de las personas, siempre se hace presente la intervención del Espíritu Santo; muchas veces con frutos inesperados que evidencian la fecundidad pastoral en bien de las comunidades parroquiales y de los presbíteros, indispensables colaboradores del Obispo.

Así lo reconoce San Pedro una vez liberado de la cárcel: “Entonces, Pedro se dio cuenta de lo que pasaba y dijo: Ahora sí estoy seguro de que el Señor envió a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de todo cuanto el pueblo judío esperaba que me hicieran”.

De San Pablo he aprendido su entrega generosa e incansable, recorriendo el mundo conocido de su tiempo, y dando un ejemplo de apertura al diálogo con todo tipo de personas, judíos y no judíos, y con todo tipo de ambientes y contextos socio- culturales. Predicó en las periferias de las ciudades y en la Sinagogas, en la Ciudad de Atenas, que se distinguía por su cultura y el arte; y en la misma Roma, a pesar de estar condicionado y en vigilancia, por haber apelado a la justicia del Emperador Romano ante las acusaciones injustas, que habían denunciado en su contra.

Su fortaleza no provenía de los éxitos logrados, sino en la espiritualidad desarrollada bajo la asistencia del Espíritu Santo: “Cuando todos me abandonaron, el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara claramente el mensaje de salvación y lo oyeran todos los paganos. Y fui librado de las fauces del león. El Señor me seguirá librando de todos los peligros y me llevará sano y salvo a su Reino celestial”.

San Pablo es un testimonio vivo de la Iglesia en salida, la Iglesia misionera que no se queda quieta y satisfecha con un grupo de creyentes, sino con la convicción, que la Salvación Redentora de Jesucristo debe ser ofrecida a toda la humanidad, pues el Hijo de Dios se encarnó para transmitir la buena nueva: Dios Creador camina con nosotros para acompañarnos siempre, y fortalecernos ante toda adversidad, conflicto, sufrimiento y muerte.

San Pedro y San Pablo entregaron su vida hasta el martirio, y son por ello figuras ejemplares, especialmente para nosotros los Obispos, siguiendo sus huellas garantizaremos la buena marcha de la Iglesia en cumplimiento de su misión: Hacer presente el Reino de Dios en el mundo.

Al cumplir 25 años de ministerio episcopal le agradezco a Dios Padre haberme traído a la Arquidiócesis de México, y poder celebrar habitualmente los domingos la Eucaristía a los pies de nuestra Madre, Maria de Guadalupe, de quien he experimentado su protección y ayuda. Con estos sentimientos los invito unirse desde su corazón a mi oración de acción de gracias con el Salmo, que hemos escuchado hoy:

Bendeciré al Señor a todas horas, no cesará mi boca de alabarlo.

Yo me siento orgulloso del Señor, que se alegre su pueblo al escucharlo. Proclamemos la grandeza del Señor y alabemos todos juntos su poder. Cuando acudí al Señor, me hizo caso y me libró de todos mis temores.

Confía en el Señor y saltarás de gusto, jamás te sentirás decepcionado, porque el Señor escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias.

Junto a aquellos que temen al Señor, el ángel del Señor acampa y los protege. Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor.

Dichoso el hombre que se refugia en él.

Amén

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