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Homilía IV Domingo Ordinario

«Yo haré surgir en medio de sus hermanos un profeta, como tú”.
En la primera lectura del libro del Deuteronomio, Dios le responde al pueblo que está
dispuesto a concedernos profetas. Y de hecho, en la historia del pueblo de Israel, hubo una
gran número de profetas a lo largo de los siglos hasta la llegada de Jesús, que también fue
identificado como un gran profeta. Así lo reconocieron las mismas autoridades.
¿En qué consiste el profetismo? El profetismo es hablar en nombre de Dios a los demás
para orientar, recomendar y aconsejar cómo debemos comportarnos. El profetismo es un
servicio que necesitamos todos, porque a veces, nuestra experiencia de vida nos hace ver
las cosas negras o nos las hace ver también muy esperanzadoras y llenas de alegría. Pero
cuando las confrontamos con quienes compartimos la vida, a veces no coinciden y los
puntos de vista son contrastantes. Por eso es tan importante el profetismo y, sin duda, es
una vocación que desde Jesucristo hasta nuestra fecha nos ha concedido a todos a través
del bautismo. Por el bautismo, somos incorporados en la familia de Dios, somos
constituidos como Jesús en sacerdotes, profetas y participantes del Reino de Dios, como lo
afirma la celebración litúrgica del bautismo.
¿Cómo vivir como profetas? ¿Realmente lo ejercemos? ¿Desarrollamos nosotros esta
labor profética de la cual participamos por decisión de Dios? ¿Y qué necesitamos para
realizarla, ejerciéndola correctamente, de acuerdo a lo que Dios quiere de cada uno de
nosotros? Lo primero es conducirnos como Jesús, necesitamos orar. Por eso estamos aquí,
orando. Nos hemos reunido para eso. La oración es abrir nuestro corazón a la acción de
Dios a través del Espíritu Santo. Eso es la oración.
El rezo de oraciones que sabemos de memoria nos ayuda para que en cualquier lugar las
podamos expresar. Pero no olvidemos que además de las oraciones vocales, necesitamos
abrir conscientemente nuestra interioridad a Dios para descubrir de qué manera Dios está
caminando conmigo, de qué manera me está conduciendo el Espíritu Santo, de qué
manera me está fortaleciendo y de qué manera le estoy fallando y cómo he realizado las
cosas. Debemos examinar nuestra conciencia y clarificar cómo debería de haberlo hecho.
Ahí radica la fuerza de la oración, para potenciar la capacidad profética de cada uno de
nosotros. Entonces, somos todos profetas. Hemos sido constituidos profetas desde
nuestro bautismo. ¿Y cómo lo podemos ejercer? Ya dijimos que para prepararnos y
ejercer el profetismo necesitamos la oración.
Ahora bien, el Apóstol San Pablo hoy aclara que hay dos estados de vida diversos para
realizar esa profesión de profetas. Cuando afirma que el hombre soltero se preocupa de
las cosas del Señor y de cómo agradarle, es decir, el hombre que decide, como nosotros
los sacerdotes, el celibato sacerdotal, el no casarnos, estamos más libres, para
preocuparnos de las cosas del Señor. Por eso estoy aquí con ustedes y aquí están los
sacerdotes que me acompañan. El ministerio sacerdotal exige tiempo completo,
dedicación plena al estudio y profundización de la escritura. Por tanto, no es simplemente
una legislación eclesiástica, más que un mandato, es una exigencia que el mismo Jesús
vivió. ¿Ustedes supieron que se haya casado? No, Jesús vivió como soltero toda su vida,
dedicado a las cosas de su Padre, es decir, de Dios, nuestro Padre. Y así estamos llamados,
algunos para ejercer el sacerdocio ministerial, ese ministerio de servir a los demás para
que sean profetas en sus medios de vida, en sus circunstancias.
San Pablo con toda claridad, en cambio, afirma que el hombre casado se preocupa de las
cosas de esta vida y de cómo agradarle a su esposa. Y por eso tiene dividido el corazón. En
ese sentido, no es una mala división, simplemente tiene dos cosas que hacer: agradarle a
su esposa y a sus hijos. Agradarle en el sentido de procurar el bien de la familia. Igual
Pablo afirma que la mujer, que tiene marido debe agradar a su esposo y preocuparse de
las cosas de esta vida para que su hogar funcione como cuna del amor.
Ambos, marido y mujer, centran fundamentalmente su vocación en su familia y a partir de
su familia ejercen el profetismo, es decir, esta puesta en común de marido y mujer de
cómo ven las cosas y cómo ven a sus hijos cuando los tienen, o cómo se relacionan con sus
vecinos. Es fundamental, es compartir la vida. La vida no solamente es dormir en una
misma cama o tener una misma casa. Compartir la vida es compartir lo que llevamos en el
corazón y las formas como percibimos las realidades que nos rodean, las circunstancias
que atravesamos, las situaciones que nos toca afrontar para ayudarnos.
San Pablo afirma que ambas vocaciones son realidades gratas a Dios. ¿ Quién hace mejor
las cosas, el soltero que se dedica al sacerdocio o el que está casado? Ambas son
indispensables y complementarias. No es una mejor que otra, las dos son necesarias y es
Dios quien toca el corazón para realizar una u otra. Recomiéndenle a sus hijos que no le
tengan miedo al matrimonio, ni al sacerdocio. Lo más hermoso que Dios ha creado es la
fidelidad para compartir la vida y la ayuda mutua. ¿Y si Dios les concede los hijos? Ejerzan
el profetismo para educar y orientar. Y también con nuestros vecinos, con nuestras
amistades, hay que dar a conocer las cosas que nos parece que van bien y las cosas que
van mal.
Así en el Evangelio de hoy, Jesús reacciona en la sinagoga ante un hombre poseído por un
espíritu inmundo que se puso a gritar: “¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret?
¿Has venido a acabar con nosotros? Ya sé quién eres, el Santo de Dios.” Jesús responde de
una manera activa, no con palabras, pero efectiva, le dice: “Cállate y sal de él.” Y el espíritu
inmundo salió de esa persona, y lo dejó en paz. ¿Qué mensaje deja Jesús? Que ha venido
para acabar con el mal, con todo lo que está distorsionado, lo que daña a la persona
humana. Por tanto debemos luchar para exterminar el mal. Es una labor constante, que
nunca termina en esta vida. ¿Por qué? Porque el ser humano goza de la libertad para
elegir el bien o el mal. El profetismo es para ayudarle a nuestros vecinos, prójimos, hijos,
familia a que elijamos el bien.
Pidamos a nuestra Madre, quien supo obedecer a Dios, para recibir la ayuda del Espíritu;
así lo pidió, así lo ejerció, y por eso está aquí con nosotros. Por eso vino a estas tierras, a
estos pueblos originarios, que necesitan su presencia para ayudarles como madre, a
ejercer el profetismo y orientarlos en el camino del bien. Pidámosle a ella que toque
nuestro corazón, nos oriente, y nos ayude a hacer como ella, profetas en nuestra vida.
Madre nuestra María de Guadalupe, tú bien sabes por tu hermosa experiencia que Dios es
amor y que nos ha creado a su imagen para aprender a amar y ser amados, para valorar y
apreciar la casa común y para hacernos custodios de toda la creación. Acompáñanos para
responder positivamente a nuestra común vocación.
Ayúdanos para aprender de ti a escuchar la palabra de Dios y responder a ella
favorablemente como tú lo hiciste. Y podamos ser profetas que manifestemos a Cristo, tu
hijo, como camino, verdad y vida.
Tenemos en ti nuestra esperanza para vivir la conversión pastoral y ser capaces de
descubrir que el Espíritu Santo nos acompaña, nos auxilia y nos fortalece para responder
como buenos discípulos de tu hijo Jesús. Invocamos tu auxilio por todas las familias en
nuestra patria querida para que encontremos los caminos de reconciliación y logremos la
paz al interior de cada familia y en la relación de unas con otras en las vecindades, barrios,
colonias y departamentos, y en nuestra manera de comportarnos al transitar por las calles
y en los comercios.
Y con gran confianza, ponemos en tus manos al Papa Francisco, fortalécelo y acompáñalo
en su ministerio pontificio. Ayúdanos a responder a su llamada para que renovemos
nuestra aspiración de ser una iglesia sinodal, donde aprendamos a escucharnos, a
discernir la voluntad de Dios Padre, a ponerla en práctica y a transmitir esta experiencia a
nuestros prójimos.
Todos los fieles aquí presentes nos encomendamos a ti, que brillas en nuestro camino
como signo de salvación y de esperanza: Oh clemente, Oh piadosa, Oh dulce Virgen María
de Guadalupe. Amén.

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