HOMILÍA DOMINGO VI DE PASCUA – CARDENAL CARLOS AGUIAR RETES. 05 DE MAYO DE 2024
“No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado
para que vayan y den fruto y su fruto permanezca”.
Estas palabras dirige el Señor Jesús a todos nosotros, sus discípulos, todos los que
hemos sido bautizados en su nombre. ¿Y por qué afirma esto? Porque quiere que
tomemos conciencia de que Dios nos ama. Este es el primer paso indispensable para
aprender a amar: sentirse amado.
¿Por qué amamos tanto a nuestra madre y a nuestro padre? Porque han dado todo
por nosotros. De los padres que se preocupan por sus hijos, los hijos reciben esa
hermosa experiencia. Así la hemos vivido, quienes hemos tenido esa fortuna de tener
padres que nos acompañan en los primeros años y que nos lo han dado todo. El amor
se empieza con sentirse amado. Por eso solamente, quien así ha experimentado que
Dios te ama, entonces entendemos perfectamente, lo que también Jesús les dijo a sus
discípulos en esa ocasión: “Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros,
como yo los he amado”.
Para poder amar a los demás, hay que realizar este desarrollo, este crecimiento, hay
que capacitarnos. Si vivimos el primer paso de la experiencia, quedamos preparados
para el segundo: “Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mí, permanecerán
en mi amor”.
A veces por la catequesis, las tradiciones, damos como primer paso cumplir los Diez
Mandamientos, que Dios le dió a su pueblo Israel, en persona de Moisés; pero el
primer gran paso es amar a los hijos, dándoles la experiencia de ser amados. Y
entonces sí, los demás Mandamientos se podrán cumplir con mayor facilidad y nos
servirán como lámparas, que alumbran el camino para reaccionar cuando
equivocamos el camino, y reconocer que nuestra conducta no ha correspondido a los
Mandamientos de Dios.
Este primer paso que debe de ser experiencia personal, después hay que transmitirlo.
La primera lectura de hoy expresa que no podemos quedarnos satisfechos, pensando
que yo sí amo a mis prójimos, a los que tengo en el camino, que mi conducta es la
adecuada; sino que debemos, como lo hizo Pedro, reconocer la misma dignidad del
otro.
Llegó Cornelio, un oficial romano, que había escuchado la predicación, y lo primero
que hace ante Pedro es arrodillarse, venerándolo. Y Pedro, le dice inmediatamente:
“Ponte de pie, pues soy un hombre como tú”. Es decir, reconoce la dignidad de toda
persona. Tenemos todos el mismo nivel de dignidad. Los oficios, los puestos, las
responsabilidades que llegan después nos hacen tener un tipo de autoridad distinta
con nosotros, pero es secundario, es servicio. Por eso, no es que ya tenga yo que
obedecer al pie de la letra al otro, porque es autoridad sobre mí. No. Primero tengo
que obedecer a Dios, que es el que me ha dado la vida. Y por eso, Pedro
inmediatamente le ordena: “Levántate, tú y yo somos de la misma condición”.
¿Y qué pasa en este encuentro entre Cornelio y Pedro? Dice la lectura de hoy,
todavía estaba hablando Pedro, cuando el Espíritu Santo descendió sobre todos los
que estaban escuchando el mensaje. Cuando conversamos de nuestras experiencias
de relación con Dios, como lo estaba haciendo Pedro, ante el grupo en el que se
presentó Cornelio, ¿qué sucede? Es precioso esto, dice: “se sorprendieron de que el
don del Espíritu Santo se hubiera derramado también sobre los paganos”.
Es decir, que cuando ponemos en común nuestra experiencia espiritual, entonces de
una manera portentosa y misteriosa, se hace presente el Espíritu Santo, y eso es lo
que fortalece nuestra espiritualidad. Verdad que todos comemos todos los días, ¿o
no? Pues alimentamos así a nuestro cuerpo para que siga viviendo, es indispensable,
de la misma manera es indispensable desarrollar nuestra espiritualidad. Somos
cuerpo, pero también tenemos para que viva este cuerpo un espíritu que le da vida, y
ese espíritu se va a mantener cuando muramos y lleguemos a la resurrección. Vamos a
ser transformados a la manera de lo que es Dios, espíritu puro.
Por eso, en esta vida también tenemos que alimentar nuestro espíritu. Por eso están
aquí ustedes, por eso la Iglesia los convoca, al menos cada domingo, para escuchar la
Palabra de Dios, y alimentar nuestro espíritu, y luego lo complementamos cuando
comulgamos, sea espiritualmente, es decir, anhelando tener a Cristo en nuestro
interior, o comulgando para que así sea, que Cristo venga conmigo a mi cotidianidad, a
mis rutinas, y pueda yo dar testimonio de él a los demás. Por eso es tan importante
abrir nuestro corazón y compartir lo que la Palabra de Dios, escuchándola, mueve
nuestro interior.
Así se desarrolla nuestra espiritualidad. Seremos hombres y mujeres fuertes, capaces
de todo, podremos afrontar la adversidad como lo hizo Jesús, quien dió el testimonio
más grande al recibir la ofensa, de ser llamado blasfemo, mentiroso y por eso ser
condenado y crucificado. Pero Dios lo resucitó, para que viéramos nosotros que
efectivamente, Dios no se queda callado, que va a estar siempre con nosotros. Esto
nos hace entender la recomendación del apóstol San Juan en la segunda lectura:
“Amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha
nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es
amor”.
Amando a nuestros semejantes, partiendo desde el seno de nuestra propia familia, y
en nuestra vecindad, en nuestra ciudad, entonces descubriremos a quien nos ama
entrañablemente, profundamente. Descubriremos que Dios, a través del Espíritu Santo
que prometió a sus discípulos, nos acompaña.
Pidámosle a María de Guadalupe, desde nuestras propias situaciones actuales, y
desde nuestra percepción, alrededor nuestro. Pidámosle que nos ayude a hacer como
ella, buena discípula. Ella es el magnífico testimonio de amor. Abramos nuestro
corazón, y de pie le suplicamos: ayúdanos en esta circunstancia que estoy viviendo, o
agradezcámosle de lo que hayamos vivido satisfactoriamente.
Tu Madre querida, eres un ejemplo y fuerte testimonio del amor del “verdadero Dios
por quien se vive”. Por eso has venido a nuestras tierras para mostrarte como madre
tierna y cercana, que está siempre dispuesta para escucharnos y auxiliarnos en
nuestras diversas necesidades.
Necesitamos tu intervención de madre amorosa para que todos los niños, adolescentes
y jóvenes de nuestro país, y especialmente de nuestra Arquidiócesis de México,
reciban el don de la Fe en el seno de sus familias, conviviendo fraternal y filialmente
con sus Padres y Abuelos.
Auxílianos para abrir nuestro corazón a la luz de la Palabra de Dios, y compartir en
familia o en pequeña comunidad, lo que el Espíritu Santo haya movido en nuestro
interior, y así descubramos que somos amados por Dios Padre, y aprendamos a
desarrollar la espiritualidad necesaria para amar a nuestros prójimos.
Con gran confianza, también encomendamos al Papa Francisco en tus manos,
fortalécelo y acompáñalo en su ministerio pontificio. Ayúdanos a responder a su
llamado para renovar nuestra aspiración a ser una Iglesia sinodal, donde aprendamos a
escucharnos, discernir la voluntad de Dios Padre, ponerla en práctica y transmitir esa
experiencia a nuestros semejantes.
Todos los fieles aquí presentes nos encomendamos a ti, que brillas en nuestro camino
como signo de salvación y esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen
María de Guadalupe! Amén.