Homilía , Santa Misa -Solemnidad de Todos los Santos. Toma de posesión del M.I. Sr. Cango. José Antonio Carballo G., como Deán del Venerable Cabildo Metropolitano y Rector de la Catedral Metropolitana.
“No solo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos, hijos de Dios, por el
bautismo”.
Todo el que tenga puesta en Dios esta esperanza se purifica a sí mismo para ser
tan puro como Él. Es verdad que estamos llamados para la vida eterna. Esta vida
es peregrinación, camino para llegar a la casa del Padre. Hoy celebramos a todos
los que ya llegaron a la casa del Padre. Por eso son santos, porque ya están en la
casa del Padre.
A eso vinimos a este mundo: cuánta falta nos hace dar a conocer esta verdad a
nuestro pueblo católico de México. Muchos son católicos porque lo han heredado
de sus padres, pero sin ser acompañados para conocer la buena nueva que
significa el bautismo recibido, y cursar la iniciación cristiana.
Esta iniciación cristiana es una de las prioridades, que están presentes en el
documento que el Papa Francisco acaba de aceptar de nuestra Asamblea Sinodal
en Roma. Una de las necesidades básicas, no solo de México sino de todos los
países del mundo, es fortalecer la iniciación cristiana de los bautizados, y no
simplemente quedarnos tranquilos porque ya recibieron el bautismo. Ellos deben
ser encaminados para ir adquiriendo esta confianza que dice San Juan, que
somos hijos de Dios, que formamos parte de la familia de Dios.
En el evangelio escuchamos que Jesús vio a la muchedumbre, imaginemos con
qué ojos miraría esa muchedumbre para decir lo que dijo: «Dichosos los pobres
de espíritu, los que lloran, los sufridos, los que tienen hambre y sed de justicia, los
que buscan misericordia, los que llevan una permanente constancia de revisión
de su conciencia, los limpios de corazón» —dice Jesús— los que trabajan por la
armonía y la paz, no por la polarización y confrontación que vemos
constantemente, sobre todo en las redes digitales, que no sirven sino para
mayores divisiones.
La unidad, la comunión, la pertenencia común a la familia de Dios e incluso, dice
Jesús, «dichosos los perseguidos por causa de la justicia.» De todos ellos, de
todos nosotros, es el Reino de Dios. Y termina diciendo: «Cuando los injurien, los
persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía, alégrense, salten de
contento, su premio es la casa del Padre, estar en el cielo». No es simplemente
salir adelante de esa injuria o de ese momento de sufrimiento y dolor.
Por ello, repito, ¿cuánta falta nos hace evangelizar? Evangelizar significa llevar la
buena nueva para que seamos como el apóstol San Juan afirma en la primera
lectura: “esa muchedumbre tan grande que nadie podía contarla”.
Que seamos de esos que van vestidos con su túnica blanca, esa limpieza de
corazón, de siempre querer el bien por los demás. A veces nos equivocamos y
pensamos que podemos ayudar al prójimo de una manera, y resulta que no era la
adecuada, pero nuestra intención fue buena.
Limpiemos el corazón para tener esa túnica blanca. “¿Quiénes son y de dónde
han venido los que llevan la túnica blanca?», la respuesta es: «Son los que han
pasado por la persecución y han lavado y blanqueado su túnica con la sangre del
Cordero».
Aquí, en la Eucaristía, está la sangre del Cordero. Cuando comulgamos,
comulgamos a Cristo íntegro. Cuando escuchamos esta palabra de Dios, es para
que revisemos nuestra conducta. Pero cuando comulgamos —sea
espiritualmente y, sobre todo, sacramentalmente— estamos disponiendo nuestra
túnica blanca para ser parte de esa muchedumbre que no tiene número.
Primero dice el apóstol: «Se veían como 144,000», pero ese número es simbólico
porque es 12 por 12, multiplicado por 1000. Es para decir que todos están
invitados a hacer este ingreso con su túnica blanca al cielo.
Si aprovechamos lo que la Iglesia nos va ofreciendo en los sacramentos, y
especialmente en la Eucaristía, lograremos ser, no lo duden, parte de esa
muchedumbre a la que Jesús, en el Evangelio, garantiza la eterna felicidad.
Y concluyo dejando en sus corazones, en todos los sacerdotes, fieles, religiosas y
consagrados, la urgencia en este tiempo de una Iglesia sinodal misionera. Y,
como decía el Papa Francisco en una de sus intervenciones en el Sínodo, «sinodal
y misionera para ir en salida», pero también misericordiosa, con la capacidad de
entender al otro, con el corazón misericordioso que se conmueva ante lo que
sufre nuestro prójimo.
Que lleguemos, pues, así, en nuestro entorno, haciendo lo que en nuestro diario
caminar nos vamos encontrando, para poder llegar a nuestros bautizados y ser
miembros de esa muchedumbre que ingresará al Reino, a la Casa del Padre con
la túnica blanca. Que así sea.