Misa de exequias de Mons. Francisco Daniel Rivera- Homilía- 20/01/21
“Tu bondad y misericordia me acompañarán todos los días de mi vida y viviré en la casa del Señor por años sin término”(Sl 22,6).
Esta estrofa final del Salmo 22, el Señor es mi pastor, nada me faltará, perfila muy bien este momento que vivimos en la despedida de monseñor Daniel entre nosotros. Y también el resto de las lecturas que hemos escuchado como Palabra de Dios. Voy a ir delineando desde lo que escuchamos, algunas frases de esta Palabra de Dios, que describen el perfil de la personalidad de monseñor Daniel.
En la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, se presenta la posición de quien no cree en Dios, de los impíos, dice el texto: “Los impíos razonando equivocadamente se dijeron triste y corta es la vida e irremediable el trance final del hombre”(Sb 2,1). Para luego el texto contraponer afirmando: “Esto es lo que piensan los que no creen en Dios, los impíos, pero se engañan, porque su maldad los ciega, no conocen los designios de Dios” (Sb 2, 21-23).
Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de sí mismo. Cuando tenemos esta convicción de fe en nuestro corazón, en nuestro interior, somos muy dóciles a la palabra de Dios y a las exigencias de la misión de la iglesia, como lo fue Daniel. Tenemos esa aceptación de la voluntad del Padre, en aquello que a través de las autoridades correspondientes, le exigen o le piden a uno realizar.
Y también, cuando somos autoridad, y tenemos que pedir a algo a alguien subordinado a nosotros, como él lo fue en los distintos cargos y responsabilidades dentro de su Congregación, y como lo fue siendo Obispo entre nosotros; conviene ejercer la autoridad con suavidad, pero con firmeza; con determinación, sí, pero con el reconocimiento de que el otro también está en esa libertad de aceptar o no lo que se le pide. Esto lo vivió Daniel gracias a la Espiritualidad de la Cruz, de la cual él estaba enamorado, plenamente.
Y por eso, podemos afirmar que él es uno de los que describe San Pablo hoy, en la lectura: “los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm 8,14). Todos hemos sido creados a imagen de Dios y para ser sus hijos, lamentablemente a unos les cuesta más trabajo que a otros, y quizá algunos no lo logran en esta vida, pero dejándonos guiar por el Espíritu Santo, como él lo aprendió como Misionero del Espíritu Santo, logramos generar en nosotros el espíritu de hijo, y nuestra relación con Dios Padre a través de Jesucristo.
Por ello expresa San Pablo: “el mismo Espíritu Santo, a una con nuestro propio espíritu, da testimonio de que somos hijos de Dios. Es el Espíritu Santo que en relación con nuestro propio espíritu nos hace dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos de Dios y coherederos con Cristo, puesto que sufrimos con él para ser glorificados junto con él” (Rm 8, 16-17).
Él pasó esta prueba durísima, del contagio, de la infección del Covid y conociéndolo, no dudo ni un momento en afirmar que lo asumió con plena voluntad de realizar lo que Dios quería de él.
En el evangelio por su parte, Jesús declara: “Yo les aseguro que, si el grano de trigo sembrado en la tierra no muere, queda infecundo, pero si muere producirá mucho fruto”(Jn 12,24) . Este pasaje quizá lo hemos muchas veces escuchado y siempre referido al mismo Jesús, pareciera la intención del evangelista Juan de que Él va a tener que morir para ser fecundo. Pero es lo que sucede en todo aquel que logra ser hijo de Dios, dejándose guiar por el Espíritu Santo. Al morir crece su fecundidad, como le ha pasado a tantos santos.
San Francisco de Asís, al final de su vida, vio con tristeza la división de sus hermanos, pero nunca desconfió de su Padre Dios. Y hoy vemos en la Iglesia la congregación y espiritualidad franciscana la más extendida en todo el mundo. La fecundidad se da después de nuestra muerte.
También en el evangelio de hoy escuchamos: “el que quiera servirme que me siga, para que donde yo esté también esté mi servidor. El que me sirve será honrado por mi Padre”(Jn 12,26). Sirviendo al Señor lo honramos y lo hacemos presente entre los demás.
Este es el testimonio que han compartido, particularmente los cuatro Obispos Auxiliares que vivían junto con él en este año, un testimonio ejemplar de quien fue un aporte muy especial para que nuestros Obispos asumieran una actitud plena y en conciencia, de la ventaja de estar viviendo en comunidad.
Por eso con toda convicción afirmo que Daniel fue un buen pastor, no le ha tocado -el Señor así lo ha querido- que fuera muchos años Obispo, solo uno, pero uno le bastó: ¡Fue un buen pastor!
Como sacerdote yo lo conocí allá por el año 1992 en Milán, como Vicario Parroquial como un hombre de Dios y un buen Pastor, y después en distintos niveles de responsabilidad de formador, y también como lo fue al final en su propia Congregación Religiosa de Superior General.
El salmo que proclamamos hoy dice: “El señor es mi pastor y nada me faltará”(Sl 22,1); y la estrofa final expresa lo que vive hoy Daniel: “tú bondad y tu misericordia me acompañarán todos los días de mi vida, y viviré en la Casa del Señor por años sin término” (Sl, 22, 6). Amen.