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El Card. Carlos Aguiar Retes, Arzobispo Primado, Preside La Misa En La Basílica De Guadalupe. Foto: INBG/Cortesía

Homilía- La pesca milagrosa- 06/02/2022

“¡Ay de mí!, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, porque he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”

El profeta Isaías vive la pequeñez de su persona ante la grandiosidad y majestad divina, la indignidad de sus flaquezas y limitaciones ante la santidad de Dios. Pero la visión no era gratuita, la finalidad era un encuentro con Dios, quien lo llamaba para enviarlo como Profeta.

Por ello, esa experiencia se convierte sorpresivamente en la ocasión de ser tocado, y purificado, recibiendo la indispensable pureza de corazón para estar en la presencia de Dios: “Después voló hacia mí uno de los serafines. Llevaba en la mano una brasa, que había tomado del altar con unas tenazas. Con la brasa me tocó la boca, diciéndome: Mira: Esto ha tocado tus labios. Tu iniquidad ha sido quitada y tus pecados están perdonados.

Así aconteció el cambio radical de sentirse poca cosa ante Dios, tomando conciencia de su propia pequeñez, de ser un humilde servidor para ser enviado como portavoz, y confiar que el éxito de su misión no dependería de él, sino de quien lo llamaba y enviaba: “Escuché entonces la voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá de parte mía? Yo le respondí: Aquí estoy, Señor, envíame”

El Evangelio narra una experiencia semejante en la persona de Pedro ante la inexplicable pesca, que hace surgir la pregunta, ¿quién es éste que tiene la increíble cualidad de conocer exactamente donde abundan los peces, estando fuera del lago, en la orilla; mientras que nosotros, pescadores de oficio, hemos intentado pescar toda la noche sin encontrar un solo pez.

La Pesca milagrosa, es una intervención divina, que al no tener explicación alguna de cómo pudo suceder, es manifestación de la Divinidad para atraernos, llamarnos, y encomendarnos una misión. ¿He vivido ya esta experiencia?¿Cómo la he interpretado y cómo he respondido? ¿He preferido mantenerme en la primera reacción de Pedro, y dejar de lado la inquietud sembrada por Dios en mi corazón? ¿O he aceptado la misión de transmitir la Buena Nueva, de la presencia de Dios en medio de nosotros, mediante el cumplimiento de mis responsabilidades?

Muchas veces nuestra primera reacción es como la de Pedro: “Apártate de mí, que soy un pecador”: Sin embargo, Dios llama de múltiples formas, pues Él siempre insiste una y otra vez, de forma personal o grupal. No rechacemos la encomienda por miedo a nuestra indignidad e imperfección, a nuestra limitación y fragilidad. Confiemos como Isaías y como Pedro y respondamos: !Aquí estoy! ¡Cuenta conmigo! Seamos como ellos, Profetas en el mundo de hoy, y constataremos la nobleza de la causa y la fortaleza de nuestra persona al recibir la asistencia del Espíritu Santo.

Una objeción frecuente en nuestro tiempo son los grandes desafíos que afrontamos. Es muy común escuchar, qué podemos hacer ante esto o aquello. En este sentido es oportuno el testimonio que ofrece San Pablo en la segunda lectura: ser fieles transmisores del Evangelio recibido, y confiar en la acción divina ante lo que parece imposible de lograr, una sociedad fraterna y solidaria: “Les transmití, ante todo, lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, como dicen las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según estaba escrito; que se le apareció a Pedro y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos reunidos, la mayoría de los cuales vive aún y otros ya murieron”.

En el primer siglo se vivía un mundo paganizado y desenfrenado en todos los sentidos: un libertinaje pleno y desordenado de la sexualidad, la vigencia de la esclavitud con pérdida absoluta de la libertad, el ejercicio de un poder absoluto, que podía sentenciar a muerte, a voluntad de la autoridad. En ese ambiente social predicar las enseñanzas de Jesucristo, eran reconfortantes especialmente para los oprimidos; sin embargo fue indispensable el testimonio contundente de la trascendencia y de la vida después de la muerte, que manifestó Cristo al resucitar de entre los muertos.

La fidelidad que mostró la Iglesia primitiva, en un contexto plenamente adverso y hostil, fue sin duda creer en la trascendencia posterior a esta vida, y en el destino que Dios nos ha comunicado para participar en la Casa del Padre por toda la eternidad. Esto se logró gracias al testimonio contundente de testigos, que vieron muerto al crucificado, y después lo volvieron a ver vivo, gloriosamente resucitado.

En nuestro tiempo y en occidente en particular, estamos viviendo el tránsito de una cultura estable, que en buena parte estaba sostenida en los valores humano- cristianos, a una sociedad donde prevalece el individualismo y el ejercicio de la libertad sin límite, lo que genera, particularmente en las nuevas generaciones, una ausencia de un código de conducta social, que garantice la convivencia razonablemente respetuosa de los demás. Día a día constatamos conflictos, pleitos, agresiones verbales y con frecuencia golpes y maltrato; tanto en la calle, como en las redes digitales, e incluso lamentablemente en el interior de los hogares.

Todo esto debe movernos de manera urgente para dar a conocer la Buena Nueva, Dios no nos ha abandonado, sino espera que reaccionemos favorablemente, abriendo el corazón a las inquietudes que siembra el Espíritu Santo en nosotros. Así daremos testimonio de que el amor es factible, y el camino es la sinodalidad, es decir: unir fuerzas y presencias, ejercer la caridad en favor de los necesitados, y testimoniar la autoridad como servicio.

Preguntémonos ¿cuál es mi percepción sobre la realidad social que vivimos? y segundo, cuál es mi actitud: ¿miro con esperanza el futuro, o estoy despreocupado de lo que venga?

Estamos aquí reunidos en torno a Cristo presente en esta Eucaristía, y a los pies de nuestra querida Madre, María de Guadalupe. Los invito a pedirle su ayuda para que descubramos, qué debemos promover en nuestros contextos y a través de nuestras responsabilidades.

Oh María, Madre nuestra, tú resplandeces siempre en nuestro camino como un signo de salvación y esperanza.

A ti nos encomendamos, Madre de la Iglesia, para ser buenos y fieles discípulos de Jesucristo, como tú ejemplarmente lo fuiste.

En ti confiamos, Madre del Divino Amor, para cumplir la voluntad del Padre, discerniendo en comunidad, lo que el Espíritu Santo siembra en nuestros corazones.

Ayúdanos a convertir nuestras penas y llantos en ocasión propicia para descubrir que a través de la cruz conseguiremos la alegría de la resurrección.

Tú, Esperanza del pueblo mexicano, sabes lo que necesitamos y estamos seguros de que nos ayudarás a interpretar lo que Dios quiere de nosotros, en esta prueba mundial de la Pandemia.

Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desprecies nuestras súplicas en las necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita. Amén.

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