HOMILÍA- ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA – 15/08/21
“Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos”.
Si algo tenemos seguro en esta vida, y plenamente comprobado, es que todos los seres humanos, los que ya han pasado, y también nosotros y quienes continúen después de nosotros, moriremos. Por tanto, la vida terrenal es temporal. Sin embargo, después de la Resurrección de Jesucristo tenemos fe y esperanza cierta, que la muerte es un paso a la eternidad, como bien recuerda hoy el Apóstol San Pablo: “Si por un hombre vino la muerte, … así en Cristo todos volverán a la vida.. En efecto, así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos volverán a la vida”. Adán generó una vida temporal cuyo destino es la muerte, en cambio Cristo, nuevo Adán nos hereda una vida inmortal para quienes lo seguimos, y aceptamos su doctrina como norma de nuestra vida. Por eso nuestros padres terrenales, varón y mujer nos engendran no solo para la vida temporal, sino también con su testimonio de vida, su ejemplo, y su orientación pueden facilitarnos el camino hacia la vida eterna.
Al celebrar hoy la Asunción de María a los Cielos, celebramos la llegada de la primera criatura que es recibida en la casa del Padre, con Dios Trinidad. María al ser la Madre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, se ha convertido en la Madre de la Iglesia; es decir, es la Madre de todos los creyentes, de todos los que mediante el bautismo hemos sido adoptados como hijos de Dios, y por tanto, somos hermanos de Jesucristo, quien nos comparte a su Madre. Por eso es la Madre de la Iglesia, la Madre de todos los bautizados en el nombre de su Hijo Jesucristo.
Jesús, fue enviado por Dios Padre para encarnarse y anunciar que el Reino de Dios ha comenzado, ha llegado la hora, se ha cumplido el plazo. Con la presencia constante del Reino de Dios, anunciado por Jesucristo al inicio de su ministerio, y expresado en la generosa entrega de su vida, obedeciendo a Dios su Padre, aceptando la muerte en cruz, y venciendo a la misma muerte, nos ha heredado la resurrección para la vida eterna.
Ésta es la Buena Nueva, que Jesucristo ha encomendado a sus discípulos transmitir a la humanidad a través de los siglos; es el tiempo de la Iglesia, el tiempo para prolongar la encarnación del Hijo de Dios, y proclamar, transmitir, y testimoniar que el Reino de Dios está presente en el mundo. Pero esta misión se desarrolla mediante una batalla permanente entre el bien y el mal.
Desde esta óptica comprendemos la escena del Apocalipsis: “Apareció… una mujer envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza. Estaba encinta y a punto de dar a luz y gemía con los dolores del parto”. Esta descripción del doloroso parto de una mujer, que aparece en el cielo envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies, y con una corona de doce estrellas en la cabeza, describe a María, como Madre de la Iglesia, que gesta a lo largo de los siglos la llegada de los nuevos hijos, que van integrándose a la comunidad de discípulos de Cristo.
“Apareció también en el cielo otra figura: un enorme dragón, color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y una corona en cada una de sus siete cabezas. Con su cola barrió la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra. Después se detuvo delante de la mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo, en cuanto éste naciera”. El enorme dragón, color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y una corona en cada una de las siete cabezas, representa las diversas presencias del mal que atraen y seducen con intensidad y poder. Se trata de una lucha constante y frecuente que pretende devorar al hijo de la mujer, intentando que no nazca para la nueva vida, la eterna. Ésta es la batalla permanente donde podemos ser atrapados por los atractivos terrenales, arrastrándonos de maneras distintas hacia el mal.
“La mujer dio a luz un hijo varón, destinado a gobernar todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue llevado hasta Dios y hasta su trono”. Este hijo en la visión, representa al conjunto de hijos que integramos la Iglesia, y que como tal, está destinada a ser presente el Reino de Dios, mediante el amor, que tiene la capacidad de vencer, con la fuerza divina, toda presencia del mal.
“Y la mujer huyó al desierto, a un lugar preparado por Dios”. Para interpretar esta expresión es necesario recordar la experiencia del pueblo de Israel que fue conducido al desierto para dejar la esclavitud y obtener la libertad. Así también la mujer de la visión huye al desierto, al lugar donde se realiza el paso hacia la pascua eterna, preparada por Dios y garantizada su victoria, su dominio y su reinado. La mujer es María, como Madre de la Iglesia, que se mantiene atenta para proteger y acompañar a sus hijos, y puedan así vencer el mal y llegar a la vida eterna.
En el Evangelio la alegría de dos mujeres que han escuchado la voz de Dios, y han recibido el Espíritu Santo, y se encuentran para compartir las maravillas de la intervención divina, expresa la indispensable presencia del Espíritu Santo para conducir a la Iglesia y pueda así cumplir su misión en la tierra. El encuentro de María e Isabel, compartiendo su experiencia de relación con el Espíritu Santo es un diálogo hermoso que presagia el estilo de vida de la comunidad de discípulos de Cristo, y que se actualiza cuando se vive entre dos personas de fe y/o en una comunidad de creyentes que comparten sus vivencias espirituales.
Este estilo de vida fue y ha sido a lo largo de los siglos, la característica fundamental de la Iglesia. La plenitud del compartir las experiencias de vida a la luz de la fe, es la ofrenda existencial de nuestra respuesta a la Palabra de Dios, que ofrecemos en la Eucaristía, especialmente los Domingos, día en que Jesucristo venció a la muerte, mediante su Resurrección.
Invoquemos a Nuestra Madre, María, Madre de Jesús y Madre de la Iglesia.
Celebremos con inmensa gratitud su compañía y auxilio, en esta solemnidad de la Asunción a los Cielos, advocación patronal de esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, y unamos nuestras penas y alegrías al Cordero de Dios, que perdona, reconcilia y fortalece el caminar de la Iglesia peregrina; ya que él nos garantiza llegar a la meta final, a la Casa del Padre, donde hay morada para todos sus hijos. ¡Que así sea!