Homilía 22 de abril 2022: Jesús les dijo: “Soy yo, no tengan miedo”.
“En aquellos días, como aumentaba mucho el número de los discípulos, hubo ciertas quejas de los judíos griegos contra los hebreos, de que no se atendía bien a sus viudas en el servicio de caridad de todos los días”.
Esta situación generada en la Iglesia naciente, expresa que un sacerdote pastor necesita estar atento a las necesidades de sus fieles y saber discernir en que ámbitos es conveniente delegar, y a quienes elegir para cada tarea, aclarando a los elegidos su responsabilidad.
Se debe cuidar con especial dedicación la coordinación de todos los agentes, ya que la comunión eclesial es fundamental para alcanzar el testimonio atrayente y convincente de la fe, esperanza y caridad.
De esta manera procedieron los doce apóstoles: “Los Doce convocaron entonces a la multitud de los discípulos y les dijeron: No es justo que, dejando el ministerio de la palabra de Dios, nos dediquemos a administrar los bienes. Escojan entre ustedes a siete hombres de buena reputación, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a los cuales encargaremos este servicio. Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra”.
Hoy los invito a darle gracias a Dios por todo el progreso y desarrollo que ha realizado la Iglesia, particularmente del Concilio Vaticano II en adelante, conducidos por los Papas, y por los Obispos, con el auxilio indispensable de los Presbíteros y Diáconos.
Esta paternal autoridad que conlleva el ministerio sacerdotal, conduciendo en comunión sea una determinada parroquia territorial, una institución eclesial, o una responsabilidad específica, hace muy fecunda la misión de la Iglesia, como lo señala la primera lectura: “la palabra de Dios iba cundiendo; en Jerusalén se multiplicaba grandemente el número de los discípulos. Incluso un grupo numeroso de sacerdotes había aceptado la fe”.
Para un fecundo desarrollo de dicha experiencia es indispensable creer y confiar en la asistencia del Espíritu Santo, solicitada en favor de la Iglesia por Jesús a Dios, Nuestro Padre.
Hoy el evangelio narra una bella escena acontecida después de que los apóstoles habían sido testigos de la multiplicación de los panes y de los pescados para satisfacer una multitud hambrienta: se embarcaron en ausencia de Jesús, dirigiéndose a Cafarnaúm.
Jesús se había retirado antes a orar: “los discípulos de Jesús bajaron al lago, se embarcaron y empezaron a atravesar hacia Cafarnaúm. Ya había caído la noche y Jesús todavía no los había alcanzado. Soplaba un viento fuerte y las aguas del lago se iban encrespando”.
Por tanto, afrontaban solos la adversidad amenazante y cuando más intensa se manifestaba, de manera sorprendente e intempestiva “vieron a Jesús caminando sobre las aguas, acercándose a la barca, y se asustaron. Pero él les dijo: “Soy yo, no tengan miedo”.
Así también acontece cuando ejercemos el ministerio sacerdotal, se presentan desafíos que nos parece imposible o muy riesgoso resolver favorablemente, invocamos la ayuda divina, y Jesús mediante la asistencia del Espíritu Santo nos orienta y acompaña para resolverla.
Para ello, es obvio debemos aprender a orar, e invocar a Dios sin condicionar su respuesta, ya que con frecuencia ésta respuesta es diferente, a lo que en algún momento previo, uno podría haber considerado.
Ejerciendo el ministerio sacerdotal, siguiendo el primer ejemplo de la Iglesia naciente, los Presbíteros que hemos aceptado vivir el Celibato Sacerdotal, percibimos a través del afecto y el aprecio de nuestro feligreses, y en la experiencia fraterna y solidaria de nuestro Presbiterio, una satisfacción pastoral, de manera creciente, tanto en la fecundidad de frutos esperados y aún en la escasez de ellos, lo cual colma nuestra afectividad y capacidad de amar, mirando el bien de los demás por encima del nuestro.
Así ha sido mi experiencia en estos 50 años de vida ministerial, ejerciendo el sacerdocio, aceptando las encomiendas, que mi autoridad eclesial respectiva me ha solicitado, y presentando en oración habitual a Dios la necesidad de su asistencia.
De esta manera he vivido desde el inicio de mi ministerio sorpresas de distinta índole, que me han llevado por experiencias insospechadas, y muy exigentes, pero a la vez muy consoladoras, que me han llenado de confianza y de esperanza, me han ido enriqueciendo en mi vida espiritual a tal punto, que he llegado a la convicción que Cristo camina siempre conmigo y con la Iglesia, expresada en las distintas comunidades eclesiales, que me ha correspondido la responsabilidad de conducir en su nombre.
Por todo ello, no puedo menos que agradecer enormemente celebrar estas bodas de oro sacerdotales con ustedes, y en esta casita sagrada del Tepeyac, donde percibo una y otra vez, la mirada, la ternura amorosa y el auxilio de Nuestra Madre, María de Guadalupe, que me va fortaleciendo para expresar con plena convicción que “Cristo vive, en medio de nosotros”.
Pidámosle ahora a Nuestra Madre en un breve momento de silencio por todos los sacerdotes, especialmente por aquellos que se encuentran enfermos, en crisis, o en cierta orfandad, y también pidamos por el aumento de vocaciones al sacerdocio en la Iglesia en general, y en nuestra querida patria, y en particular por mis queridas Diócesis de Tepic, Texcoco, Tlalnepantla, y especialmente por esta Arquidiócesis de México, que ahora me toca conducir.
A ella en silencio y desde el corazón expresémosle nuestra súplica confiada.
Acudimos a tí Madre Nuestra, María de Guadalupe, y a Nuestro Padre Dios para que nos ayuden a ser conscientes de nuestras responsabilidades para la que hemos sido creados.
Tú, Madre querida, bien conoces que Dios es amor, y que nos ha creado a su imagen para hacernos custodios de toda la creación. Abre nuestras mentes y toca nuestros corazones para que respondamos favorablemente a nuestra vocación y misión.
Asiste a todos y cada uno de los sacerdotes, que hemos sido llamados para ser pastores según el corazón de tu Hijo Jesús; para que actuemos con sabiduría, diligencia y generosidad, y de manera especial desarrollemos nuestras responsabilidades en comunión eclesial.
Ayúdanos a ser capaces de escuchar y responder al clamor de la tierra y al clamor de los pobres; para que todos los actuales sufrimientos sean los dolores del nacimiento de un mundo más fraterno y sostenible.
Enséñanos a ser valientes para promover los cambios, que necesita la Iglesia en su conjunto para que Fieles, Consagrados, Diáconos, Presbíteros, Obispos, en comunión con el Papa Francisco llevemos a cabo la Nueva Evangelización, teniendo como meta ser una Iglesia Sinodal: siempre procurando el bien común de toda la humanidad.
Nos encomendamos a Ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.