Homilía 15 agosto 2023. Asunción de María
“Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo, y levantando la voz, exclamó: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor”.
El encuentro de Isabel y la Virgen María, dos mujeres llenas del Espíritu Santo reflejan la Iglesia madre, que es fecunda con todos los hijos bautizados en el nombre de Jesús. Y dan testimonio de lo que debe ser la Iglesia, lugar de encuentro entre quienes se reconocen hijos de Dios para poner en común sus experiencias y hablar de corazón a corazón.
Sin embargo, qué difícil en nuestro tiempo lograr el diálogo entre los creyentes, que se reconocen hijos de Dios por su bautismo, pero que no logran superar la cultura actual de compartir la imagen y la apariencia en sus conversaciones, dejando de lado las ideologías de todo género, y compartir lo que el Espíritu Santo siembra en sus corazones.
Desde esta situación podemos entender la visión, que el apóstol San Juan nos comparte en el libro del Apocalipsis, teniendo en cuenta esas dificultades actuales para ser una Iglesia cuerpo de hermanos, como los dolores de parto que refleja la mujer de la visión:
“Se abrió el templo de Dios en el cielo y dentro de él se vio el arca de la alianza. Apareció entonces en el cielo una figura prodigiosa: una mujer envuelta por el sol, con la luna bajo sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza. Estaba encinta y a punto de dar a luz y gemía con los dolores del parto”.
El templo de Dios que porta el arca de la alianza es la presencia de la Iglesia fundada por Jesucristo, la mujer envuelta por el sol con la luna bajo sus pies es la Iglesia Madre, que está encinta porque en ella se esta fraguando, se esta gestando, la misma Iglesia, que desea nacer en el tiempo, generación tras generación, pero siempre por la libertad de los hijos gime con dolores de parto cuando reniegan, o se apartan mediante una conducta contraria a los mandamientos de Dios.
La siguiente imagen de la visión señala la presencia del mal, las atracciones y seducciones que abundan en el peregrinar de los discípulos de Jesucristo, de todos los bautizados.
“Pero apareció también en el cielo otra figura: un enorme dragón, color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y una corona en cada una de sus siete cabezas. Con su cola barrió la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra”.
Por eso aquí en la tierra estará la Iglesia siglo tras siglo, generación tras generación, naciendo constantemente. Su misión no termina sino hasta el final de los tiempos.
Por eso el Papa Francisco de manera insistente nos orienta para lograr ser una Iglesia Sinodal, que sabe salir de sus habituales lugares de vida para buscar a los demás y compartir lo que somos y tenemos, reconociéndonos como hermanos, pertenecientes a la misma madre la Iglesia de Cristo, para ayudarnos mutuamente a lo largo de nuestra vida con la esperanza cierta, que siguiendo a Jesucristo: Camino, Verdad y Vida, lograremos la resurrección de los muertos y alcanzaremos la vida eterna.
Efectivamente como lo anuncia el apóstol San Pablo en la segunda lectura: “Hermanos: Cristo resucitó, y resucitó como la primicia de todos los muertos. Porque si por un hombre vino la muerte, también por un hombre vendrá la resurrección de los muertos”.
De esta manera nuestra confianza y esperanza, a pesar de tantas adversidades que nos toca afrontar a lo largo de nuestra vida, se generará y se desarrollará cada vez con mayor vigor, como lo anuncia el final de la visión: “Entonces oí en el cielo una voz poderosa, que decía: «Ha sonado la hora de la victoria de nuestro Dios, de su dominio y de su reinado, y del poder de su Mesías”.
Esa era la convicción profunda de María e Isabel, por eso en este encuentro y diálogo, la Iglesia reconoce lo que debe ser la Iglesia de todos los tiempos: encuentro de los bautizados para compartir sus angustias y sufrimientos, y alentarse al poner en común sus gozos y esperanzas.
Para fortalecer nuestros interior, y desarrollar esta convicción será indispensable aprender a dejarnos conducir, bajo la sombra del misterio, es decir de no saber con claridad el futuro, pero con la certeza, que el Espíritu Santo jamás nos abandonará y siempre nos acompañará.
Así podremos, cada vez con mayor frecuencia, glorificar al Señor cuando nos encontramos en el templo para celebrar la Eucaristía, como lo hicieron María e Isabel, aprendiendo a descubrir la acción del Espíritu Santo en nuestras acciones; y podremos exclamar con ellas, como Iglesia viva:
“Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede.
Santo es su nombre y su misericordia llega de generación en generación a los que lo temen. Ha hecho sentir el poder de su brazo: dispersó a los de corazón altanero, destronó a los potentados y exaltó a los humildes.
A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió sin nada. Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia, para siempre”. Amén