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Homilía V Domingo de Cuaresma – 17 Marzo 2024

“Se acerca el tiempo en que haré una nueva alianza con la Casa de Israel y la Casa de Judá”.

La primera alianza había sido con Moisés, a través de acciones prodigiosas y sorprendentes, que vivió el pueblo para dejar la esclavitud de Egipto y ser un pueblo libre, todo eso a lo largo de 40 años hasta llegar a la Tierra prometida. Sin embargo, pasaron los siglos y de nuevo se mostró la natural rebeldía de asociarse para el bien, que está en el corazón del hombre.

Tenemos esa tendencia natural a mirar por nosotros mismos, cada uno por sí mismo, es un instinto de supervivencia, que Dios nos ha dado para afrontar las dificultades. Pero por encima de ese ejercicio, debemos tener todos en cuenta el cuidado de nuestra salud, de nuestras personas. Debemos también, a la par, aprender a respetar al otro y a propiciar el bien del prójimo.

Esto fue lo que no vivió el pueblo de Israel por siglos. De ahí que el profeta Jeremías anunciara una nueva alianza, y después reiterado por el profeta Ezequiel. Esta nueva alianza fue sorprendente, porque ya no fue a través de un hombre elegido para ser el comunicador de parte de Dios, sino que fue el mismo Hijo de Dios que se encarnó, que tomó la frágil condición del ser humano. El Hijo de Dios se encarnó en María, y nos mostró la forma, la manera, la conducta que debemos observar entre unos y otros.

Por eso, esta nueva alianza también dice el profeta Jeremías, «será distinta porque voy a poner mi ley en lo más profundo de su mente y voy a grabarla en sus corazones. Todos me van a conocer cuando yo les perdone sus culpas y olvide siempre sus pecados.» Es decir, ya es una relación no con aquel que representa a Dios en la Tierra, los sacerdotes, los ministros, sino con Dios mismo. Lo que Jesús ha traído al mundo en su encarnación es esta relación personal, que toca nuestro corazón, nuestro interior. Para eso nos congregamos cada domingo en la Eucaristía para escuchar a Jesús en la Palabra de Dios, como lo hemos escuchado ahora en el Evangelio. Así, en aquel tiempo dice el texto de hoy, había griegos venidos a Jerusalén desde Grecia para acercarse a Jesús y conocerlo.

Esa inquietud de conocer a Jesús, debe sembrarse en el corazón de los niños desde la etapa principal de la vida, de ese principio de la inocencia, de la transparencia con la que Dios nos hace nacer. Allí hay que inculcar el deseo de conocer a Jesús. Todos los que tuvimos esa experiencia desde niños, con nuestros padres, con nuestros abuelos, lo agradecemos profundamente. Ese conocimiento de Jesús es lo que nos lleva a los sacramentos de iniciación cristiana, de la Primera Comunión, de la Confirmación, y nos lanza para que vivamos al estilo de Jesús.

Jesús afirma mediante unas semejanzas, “les aseguro que si el grano de trigo sembrado en la Tierra no muere, queda infecundo. Pero si muere, producirá mucho fruto.» ¿Qué quiere decir esto? Jesús quiere indicarnos no solo lo que él está haciendo y lo que lo llevará a la cruz, sino también lo que nosotros debemos estar dispuestos a hacer.

El grano de trigo sembrado en la Tierra no muere, sino que produce fruto. Pero si no es sembrado, no tiene fruto. Significa que debemos trabajar para que nuestro corazón esté dispuesto a dar testimonio a los demás a los que nos rodean, a dar testimonio con nuestra conducta, sabiendo afrontar las adversidades, las cruces propias que nos toca cargar, con alegría y con esperanza, con la fuerza del Espíritu Santo en nuestro interior.

De esa manera, mirando al otro como hermano, por quien tengo que preocuparme, debo ayudarle, y a la vez seré yo también ayudado en las ocasiones que lo necesite. Esa hermandad, fraternidad, es ir muriendo a los deseos egoístas que solo buscan el bien personal, pero se descuida el bien de la familia, de la comunidad, de la sociedad. Mirar siempre por hacer el bien es el grano que se queda sembrado en la Tierra.

Jesús también afirma: «el que se ama a sí mismo se pierde». Es decir, el que solamente ve por sí mismo está perdido. El que se aborrece a sí mismo en este mundo se asegura para la vida eterna. Y algo más todavía, dice Jesús, «el que quiera servirme que me siga para que donde yo esté también esté mi servidor». Es decir, nos da la garantía que cuando hacemos el esfuerzo con nuestra conducta de imitar a Jesús, lo estamos haciendo presente. Nosotros, con todas nuestras debilidades, con nuestras cosas buenas, estamos haciendo presente a Jesús en el mundo de hoy.

Y el que me sirve, dice Jesús, será honrado por mi Padre, es decir, seremos aceptados por Dios en la casa del Padre. Y por eso anuncia Jesús de una manera un tanto oscura para los oyentes de la época, pero muy clara para nosotros que vivimos después de la vida de Jesús. Afirma: «Padre, ahora que tengo miedo de lo que va a pasar, le voy a decir a mi Padre: Padre, líbrame de esta hora. No, pues precisamente para esta hora he venido. Padre, dale gloria a tu nombre». Y se oyó entonces una voz que decía: «lo he glorificado y volveré a glorificarlo». Es decir, Jesús acepta su destino de no ser comprendido y de ser sentenciado a muerte.

Por eso, la segunda lectura narra que: «durante su vida mortal, Cristo ofreció oraciones y súplicas con fuertes voces y lágrimas, aquel que podía librarlo de la muerte». En efecto cuando Jesús va al huerto de los olivos, suda sangre, está con esa angustia de lo que viene y habla a su Padre. Y dice el texto, «y fue escuchado por su piedad. A pesar de que era el Hijo, aprendió a obedecer padeciendo y llegado a su perfección, se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen».

Por tanto, no debemos rehuir a la adversidad, a nuestra propia cruz, a nuestros propios problemas, sino afrontarlos con la esperanza cierta de que Dios nos dará la gracia, como se la dio a Jesús, de llevar a término esa adversidad, sea lo que sea. Estas lecturas nos preparan para vivir intensamente la próxima Semana Santa, acompañando a Jesús desde la entrada alegre en Jerusalén, que parecía que iba a ser aceptado, y lo fue por el pueblo, pero no por las autoridades, que sintieron que eran amenazadas por este profeta, que estaba siendo aclamado por el pueblo.

Por ello la importancia de vivir, el Domingo de Ramos, después el Jueves Santo, la oración del huerto, la última cena, luego el Viernes Santo, la dolorosa subida al calvario, la crucifixión y muerte, pero con esa esperanza cierta del sábado en la Vigilia Pascual y del domingo, la resurrección de Jesucristo que nos espera también a nosotros cuando termine nuestro peregrinar en esta Tierra.

Quien acompañó a Jesús hasta el último momento fue María, nuestra madre, que también quiere estar con nosotros siempre hasta el último momento. Por eso estamos aquí con ella. Vamos, pues, a abrirle nuestro corazón, cada uno desde aquello que está viviendo dolorosamente por alguna situación, algún problema, alguna adversidad o incluso alguna tragedia.

Pidámosle también por todo lo que está sucediendo en otras partes. El Papa nos dijo en el Ángelus de este día, que pidamos por Haití, donde están siendo martirizados muchos de la población de Haití. Pidámosle así a María de Guadalupe por todas estas necesidades, para que tengamos la fortaleza que nos ha prometido Jesús, dándonos del Padre la fuerza del Espíritu Santo.

Tu madre querida, bien sabes que Dios es amor, y que nos ha creado a su imagen para aprender a amar y ser amados; para valorar y apreciar nuestra casa común, y así convertirnos en custodios de toda la creación.

Ayúdanos a recordar siempre que Dios es amor, y a capacitarnos para descubrir que el Espíritu Santo nos acompaña, nos auxilia y nos fortalece. Que podamos responder con confianza, al igual que tú lo hiciste al acompañar a tu hijo Jesús, durante toda su vida, y especialmente en los momentos mas dolorosos del Calvario.

Acompáñanos durante este mes de marzo, dedicado a la Familia, auxílianos para fortalecerla y responder positivamente, amando a nuestros padres y hermanos, y cumpla la misión de tu proyecto: que sea Cuna del Amor; y así aprendamos a amar a nuestros prójimos, y ayudemos a sanar las heridas de la violencia en nuestra sociedad.

Con gran confianza, encomendamos al Papa Francisco en tus manos. Fortalécelo y acompáñalo en su ministerio pontificio. Ayúdanos a responder a su llamado para renovar nuestra aspiración a ser una Iglesia sinodal, donde aprendamos a escucharnos, discernir la voluntad de Dios Padre, ponerla en práctica y transmitir esa experiencia a nuestros semejantes.

Todos los fieles aquí presentes nos encomendamos a ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María de Guadalupe! Amén.

 

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