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“Ve y profetiza a mi pueblo, Israel“ • HOMILÍA XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CARDENAL CARLOS AGUIAR RETES – 14 JULIO 2024

”El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo, Israel”

El profetismo, con la venida de Jesús, se ha generalizado a todo aquel que es hijo de Dios, ya que somos incorporados como hijos de Dios a través del bautismo; por eso se procura siempre que los bebés o los niños en temprana edad sean bautizados.

Es decir, papá y mamá llevan a su hijo para que también forme parte de la familia de Dios. Este es el gran don del bautismo.
Pero también existe un segundo sacramento: el sacramento de la Confirmación. Este sacramento señala la vocación al profetismo, al anuncio de la salvación ante el espíritu del mal, que abunda en nuestros contextos, en el ser humano de todas las épocas y de todos los tiempos. Estamos llamados, los hijos de Dios desde el bautismo, a través de la Iglesia, a vivir la misión profética. No solamente ser hijos, sino dar un buen testimonio como hijos de Dios.
De esa forma dar a conocer las enseñanzas de Jesucristo ante el posible rechazo de la sociedad. Así como lo expresa Amós: «Yo no era profeta, era pastor.» Ante las exigencias que de Amasías, el sacerdote de Betel, que le dijo: “Tú vete de aquí, aquí no profetices.” No, yo no te voy a obedecer a ti, yo tengo que profetizar porque es una vocación que el Señor me ha dado, me ha llamado para eso.
Nosotros, en este mundo en que encontramos tantas adversidades a la vivencia de las enseñanzas de Jesús, debemos dar testimonio, a través de nuestra conducta, ser profetas para nuestro tiempo.
El Apóstol San Pablo nos explica algunos de estos aspectos fundamentales de cómo tener una conducta, que sea ya un lanzamiento profético: “Él ( Dios Padre) nos eligió en Cristo, …. para que fuéramos santos… y determinó,… por medio de Jesucristo,… que fuéramos sus hijos para que alabemos y glorifiquemos la gracia con que nos ha favorecido su Hijo amado”.
Es decir, debemos a través de nuestro testimonio de vida como discípulos de Jesucristo, vivir con las mismas actitudes en la relación con los demás: de fraternidad, afabilidad, cordialidad, de buen trato, de ayuda y de auxilio, en lo que podamos hacer, en favor de nuestros prójimos. Esta es la misión de todos y cada uno de los discípulos de Cristo.
¿Cómo es que nos obtuvo esto Cristo a nosotros? Por su sangre, dice San Pablo, por su sangre hemos recibido la redención. Somos redimidos, es decir, rescatados. Esto es posible cuando hay la reconciliación y el perdón.
De ahí la importancia del sacramento de la confesión, el sacramento para cuando nos equivocamos gravemente; poder acudir a este ministerio y reconciliarnos con Dios, sabiendo que siempre nos perdonará, y de nuestra parte manifestar que queremos nuevamente volver al buen camino.

Ese es el sentido de ese sacramento. En el camino de la vida, hay necesidad del perdón y reconciliación. Nuestra fragilidad muestra que debemos ser conscientes. Por eso siempre la Eucaristía inicia reconociendo nuestra fragilidad humana, somos pecadores, nos equivocamos y es necesario sabernos perdonar entre nosotros, como nos perdona siempre Cristo.
Abramos siempre nuestro corazón ante las dificultades naturales de confrontación, de pleito, de hostigamiento que en nuestros contextos, de una u otra forma, nos encontramos lamentablemente, a veces incluso dentro de la misma familia.
Papá y mamá, cuando tienen varios hijos, tienen que poner orden cuando sus hijos se pelean entre sí. Después, en el ámbito social, vecinal o también en el ámbito laboral, o simplemente cuando recorremos las calles, no faltan situaciones que nos hacen caer en conflicto. Todas estas son oportunidades de dar testimonio de que nosotros nos comportamos como Jesús, que tratamos de ser fraternos y solidarios con los demás.
Por eso es que Jesús, desde el inicio, lanzó a los discípulos, a los doce, de dos en dos, para que pudieran afrontar la adversidad del mal. Afrontar y vencer el mal lo tenemos que hacer juntos.
Por eso la Iglesia nos convoca siempre, al menos en la Eucaristía dominical, y también a participar de alguna u otra forma en nuestra parroquia, para conjuntar esfuerzos, y entre unos y otros nos animemos, que nos levanten cuando estamos caídos y que nos conforten, y al mismo tiempo, a otros que lo necesiten hacer lo mismo que ya hemos recibido.
Eso es el profetismo: ser discípulos de Cristo, que vivimos las enseñanzas y las testimoniamos con nuestra conducta, mostrándolas y relacionándonos con los demás, como buenos hermanos de la gran familia de Dios.
Los invito, pues, en este domingo, en que la Palabra de Dios nos ha recordado nuestra vocación de profetas, a pedirle a nuestra madre su ayuda y auxilio, para cumplir esta misión de Profetas.
¿A qué creen que vino a estas tierras? A ser profeta, a enseñarnos a amar, amando a quien sufría. Como a Juan Diego que estaba preocupado por su tío enfermo. Y así a tantos otros que a lo largo de los siglos, ya casi cinco, ha estado aquí en nuestras tierras, siempre ayudándonos, confortándonos, inspirándonos.
Por eso, nosotros nos vamos siempre muy felices de venir aquí a esta casita sagrada. Pidámosle a ella, sea cual sea la situación que vivamos, difícil o fácil, para darle gracias en este momento de oración en silencio, ante Ella:

Madre Nuestra, María de Guadalupe pedimos tu ayuda para ser capaces de interpretar los signos de los tiempos y responder adecuadamente a los contextos socio-culturales que vivimos, ejerciendo nuestra misión de ser Profetas en nuestro tiempo, y promoviendo la espiritualidad necesaria para suscitar la esperanza en un mundo mejor.
Por eso, Madre, auxílianos para continuar abriendo nuestro corazón a la luz de la Palabra de Dios, y compartir en familia o en pequeña comunidad, las enseñanzas de tu Hijo Jesús; logrando ser como la semilla de mostaza, pequeños y limitados, pero siempre creciendo y transmitiendo la hermosa experiencia de ser miembros de la Iglesia Católica.
Ayúdanos a descubrir que somos amados por Dios Padre, y movidos por ese amor auxiliemos especialmente a los niños, adolescentes y jóvenes a descubrir el proyecto, que en ellos ha sembrado Dios, Nuestro Padre; y en sinodalidad caminemos juntos, ejercitando la Caridad en favor de nuestros prójimos, especialmente en los pobres y vulnerables, en los alejados y distanciados.
Tu Madre querida, eres un ejemplo y fuerte testimonio del amor del “verdadero Dios por quien se vive”. Intercede por nosotros ante tu Hijo Jesús, para que envíe el Espíritu Santo y nos guíe, nos acompañe, y nos ilumine para que caminemos bajo la luz de la Fe hacia la casa del Padre, dando testimonio con nuestra conducta.
Todos los fieles aquí presentes nos encomendamos a ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María de Guadalupe! Amén.

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