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Homilía Card. Carlos Aguiar Retes, 4to Domingo de Adviento

“Belén,.. pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel”.

De una población tan pequeña, como incluso lo sigue siendo hoy Belén, Dios ha escogido este lugar para ser grande. A pesar de las circunstancias, Belén es una tierra llena de conflictos, pero es constantemente visitada y protegida. De la pequeñez, Dios la ha llevado a la grandeza.

¿Cuál es la grandeza de Belén? Haber servido. Este es el punto clave para quienes queremos seguir a Jesús: servir. Por eso dice el texto: “El resto de sus hermanos de Israel se unirá, habrá fraternidad, y la comunidad fraterna
vivirá en paz y comunión”, según lo que dice el profeta Miqueas. “Ellos habitarán tranquilos porque Dios mismo será la paz”.

La fe nos toma desde nuestra pequeñez, desde quienes somos, cada uno de nosotros, una persona más entre millones, y, sin embargo, el Señor nos llama y hace maravillas, cuando servimos para la comunión y la paz, no
para el conflicto y la guerra. Servimos para la comunión y la paz, y encontramos nuestra fortaleza para no desmayar ante las situaciones trágicas que a veces nos tocan vivir. A veces es simplemente labenfermedad; otras, los pleitos, los conflictos laborales o sociales, la inseguridad. El Señor nos da la fortaleza interior para afrontarlas.
Por eso, la segunda lectura de hoy, anuncia qué es lo que espera Dios de nosotros. La respuesta es: “Aquí estoy, Dios mío, vengo a hacer tu voluntad”, porque fue la respuesta de Jesús al Padre. También nos pide que, como discípulos de Cristo, digamos lo mismo: “Aquí estoy, Dios mío,
vengo a hacer tu voluntad”. Y, ¿cuál es la consecuencia si asumimos esta actitud? Todos quedamos santificados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo.
De ahí la importancia de la Eucaristía, por eso están ustedes aquí conmigo. Sabemos la importancia de escuchar su Palabra y recibir a Cristo de manera sacramental en la comunión, o al menos espiritualmente,
unidos en la misma actitud.

Finalmente, el Evangelio de San Lucas muestra a dos mujeres que actuaron de esta manera: María e Isabel. Ellas, siendo mujeres que pusieron su vida al servicio de la voluntad divina, descubren en el prójimo la acción de Dios. Eso es lo que hace Isabel cuando ve a María: “¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?” Nadie le había dicho a Isabel, que María llevaba en su seno al hijo de Dios. Es Dios mismo quien la hace exclamar ante la llegada de María: “¿Quién soy yo
para que la madre de mi Señor venga a verme?” Y añade: “Dichosa tú que has creído, porque se cumplirá lo que te fue anunciado por parte del Señor”. Este encuentro entre dos mujeres, abiertas a la voluntad de Dios y actuando en coherencia con esa voluntad, les permite descubrir que Dios está con ellas.
Eso también es posible entre nosotros cuando tenemos la misma actitud, no buscando de manera egoísta, sino lo que es mejor para los demás. Así, en la familia, entre esposo y esposa, entre padres e hijos, unos con otros.
Y entonces no solo somos capaces de recibir esa paz interior, esa convicción de que Dios nos acompaña, sino también de descubrir su acción en los demás.
Eso es lo que cambiaría, por ejemplo, nuestra sociedad: mostrando que somos una mayoría en este país, México, de católicos que tenemos la actitud de la Virgen de Guadalupe. Por eso venimos aquí, por eso estamos
tan contentos y se llena de gozo nuestro corazón. Si asumimos la actitud de María de Guadalupe en nuestras vidas, este país vivirá la acción de Dios entre nosotros, en paz, en comunión, y en fraternidad solidaria y subsidiaria.
Pidámosle a ella que para eso vino: esa fue la misión que recibió de Dios. “Ve al Tepeyac, ve y diles que eres la madre del verdadero Dios por quien se vive”. Por eso los invito a ponernos de pie y decirle a la Virgen de
Guadalupe: “¿Por qué estoy aquí, Señora? Porque quiero que me ayudes a ser como tú”. No tengan pena de decirlo, quiero ser como tú, hacer la voluntad del Señor.
Madre nuestra, María de Guadalupe, como Isabel exclamó cuando la visitaste en la casa de Zacarías: “¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme?”, así también nosotros, los mexicanos y los extranjeros que venimos aquí siempre agradecidos y sorprendidos por tu
presencia en medio de nosotros, exclamamos: “¿Qué viste en estas tierras que te ha hecho venir al Tepeyac?” Sin duda, la fe de nuestros antepasados y tu deseo permanente de seguir generación tras generación, dándonos a conocer a tu Hijo Jesús, para que nos
convirtamos en sus enviados y misioneros por todo el mundo.

Por tanto, habiendo experimentado la inmensa alegría de ser amados y la firme convicción de ser discípulos de tu Hijo Jesucristo, ayúdanos a ser capaces de compartir con los más necesitados y de proceder con justicia en todas nuestras responsabilidades.

Madre nuestra, fortalécenos para que nuestra patria querida encuentre los caminos de reconciliación y logremos la paz en el interior de cada familia y
en las relaciones entre unos y otros, en las vecindades, colonias, y departamentos, y especialmente en nuestra manera de comportarnos al transitar por las calles y los comercios con gran confianza.

Ponemos en tus manos al Papa Francisco, fortalécelo y acompáñalo en su ministerio pontificio, especialmente en este año jubilar 2025 que está por iniciarse en Roma el próximo 25 de diciembre.

Ayúdanos a responder a su llamado para que renovemos nuestra aspiración de ser una Iglesia sinodal, donde todos seamos capaces de escuchar, discernir la voluntad de Dios Padre, ponerla en práctica y transmitirla a nuestros prójimos.

Todos los fieles aquí presentes este domingo nos encomendamos a ti, que brillas en nuestro camino, como signo de salvación y esperanza: ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María de Guadalupe!.
Amén.

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