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¿Quién será grato a tus ojos, Señor? · Homilía XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Cardenal Carlos Aguiar Retes – 01 de septiembre 2024

¿Quién será grato a tus ojos, Señor?

Con esta frase cantábamos como respuesta al salmo y a la Palabra de Dios: «¿Quién será grato a tus ojos, Señor?» En la primera lectura del libro del Deuteronomio, en boca de Moisés, Dios le había pedido al pueblo: «Escucha los mandatos y preceptos que te enseño para que los pongas en práctica y puedas así vivir”.

La vida hay que vivirla poniendo en práctica lo que escuchamos, y así viviendo aprendemos a ser fieles, viviremos en fidelidad a los que Dios nos pide. Es decir, que aquello que se nos pide y lo aceptamos de palabra, lo manifestemos con nuestras acciones. Por eso, Moisés le dice al pueblo: «Escucha los mandatos y preceptos que te enseño para que los pongas en práctica y así puedas vivir. No añadan nada ni quiten nada de lo que les mando. Guárdenlos y cúmplanlos, porque ellos son la sabiduría”.

Si recordamos que la sabiduría es el arte de saberse conducir en la vida, y no es la acumulación de conocimiento —esa es la ciencia—, la sabiduría en cambio es el aprendizaje de adquirir la experiencia. Lo que vamos constatando al vivir el bien y el mal, qué cosas perjudican, qué cosas ayudan y son convenientes de realizar. Esa es la sabiduría: guardar y cumplir lo que Dios nos va indicando.

En el Antiguo Testamento, son los 10 Mandamientos, y en el Nuevo Testamento, como ahora lo hemos escuchado en Jesús y confirmado por el apóstol Santiago: “Nada mancha al hombre de lo que entra desde fuera; lo que sí lo mancha es lo que sale de él. Porque del corazón del hombre salen las intenciones malas.

Quiere decir que si cuidamos lo que comemos, que esté bien preparado, que no esté echado a perder, que no nos vaya a hacer daño, que no comamos en exceso para evitar males estomacales, etc., esas cosas son simplemente para que el cuerpo siga viviendo. Pero lo que debemos cuidar con más cautela y prudencia es lo que está en nuestro interior.

Eso es lo que todos los días debemos revisar en lo que se llama examen de conciencia. ¿Cómo me conduje el día de hoy? ¿Cuáles fueron mis relaciones con los demás? ¿Por qué hice esto que estaba mal hecho? ¿Por qué hice esto que está bien hecho? Ayer, con mi familia, mis vecinos, en el ámbito laboral, comercial, etc. Esa es la forma de revisar, de analizar y de darnos cuenta para tomar conciencia de qué cosas buenas estoy ya realizando, y qué cosas dañinas o malas debo evitar.

Esa es la importancia que pide Jesús: cuidado del corazón, cuidado de nuestro interior y de ser fieles a las enseñanzas de Jesús y de la Iglesia. Por eso, el apóstol Santiago afirma en la segunda lectura: “Hermanos, acepten dócilmente la palabra que ha sido sembrada en ustedes y es capaz de salvar. Pongan en práctica esa palabra y no se limiten a escucharla, engañándose a ustedes mismos”.

La religión pura e intachable consiste en las actividades que sí tenemos que desarrollar constantemente en la medida de lo posible: consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y en guardarse de este mundo corrompido.

Eso es lo que nos permitirá mantenernos en la fidelidad, ayudando a quien lo necesita, a nuestro prójimo, al que vemos que está padeciendo una situación de la que no puede salir por sí solo. Ahí tenemos que ayudar. Y entonces también nuestro interior se irá pareciendo cada día más al corazón de Cristo, que es nuestro Maestro.

Finalmente, dice, hay que evitar la corrupción. Guardarnos de la corrupción de este mundo. ¿A qué se refiere? Creo que todos tenemos conciencia de que es hacer las cosas incorrecta, ilegal o injustamente en cualquier relación con los demás. Esa es la corrupción, y de eso dice el apóstol Santiago que hay que guardarse, que hay que cuidar, que hay que tratar de no caer jamás en ella.

¿Y cómo podemos hacer eso? Siempre podemos hacerlo si somos sinceros. Es decir, no nos engañemos a nosotros mismos; reconozcamos lo que traemos dentro de nuestro interior. Y, segundo, siendo coherentes, es decir, lo que decimos con la palabra, lo expresamos con nuestras acciones. Y entonces estaremos viviendo la fidelidad. Y si somos fieles, Dios, a su vez, también es fiel, y nos recibirá llenos de gozo y alegría en su casa por toda la eternidad.

¿Quién ha vivido todo esto? Nuestra Madre, María de Guadalupe. A eso vino: a aconsejarnos, ayudarnos, consolarnos, porque si caemos, lo importante es reconocerlo. Si fracasamos en algo, lo importante no es el fracaso, sino que lo superemos. Y ella siempre está aquí para ayudar. Pues bien, los invito a ponernos de pie delante de ella, abrirle nuestro corazón para implorar su ayuda, su ternura, su amor por nosotros.

Madre nuestra, María de Guadalupe, tú que fuiste una mujer sabia, que actuó siempre con prudencia y plena fidelidad a lo que Dios Padre te fue pidiendo, aunque desconocías el cómo, lo aceptaste por ser voluntad divina.

Ayúdanos para que también nosotros aprendamos a responder positivamente a la voluntad divina, descubriendo lo que el Espíritu Santo haya sembrado en nuestro corazón.

Te pedimos por tu intercesión que cuidemos nuestro corazón, nuestro interior, recordando siempre lo que enseñó tu Hijo Jesús: «Nada que entre desde fuera puede manchar al hombre, sino lo que sale de nuestro interior».

Anímanos con tu cariño y comprensión de madre para vivir y transmitir a nuestros semejantes la importancia de ser coherentes, como tú lo fuiste, expresando con nuestra conducta lo que predicamos con la palabra.

Tú, madre querida, experimentaste la obediencia a Dios y viviste en plenitud, porque tu Hijo Jesús es la encarnación del amor, el camino para descubrir al verdadero Dios por quien se vive.

Auxílianos para descubrir la importancia de participar cada domingo de la Eucaristía y alimentarnos con la presencia de tu Hijo, el “Pan vivo que ha bajado del cielo”.

Finalmente, intercede por nosotros ante tu Hijo para que envíe el Espíritu Santo, nos guíe, nos acompañe y nos ilumine, para que caminemos bajo la luz de la fe hacia la casa del Padre, dando testimonio con nuestra conducta y transmitiendo a los demás la necesidad de cuidar nuestra casa común.

Todos los fieles aquí presentes nos encomendamos a ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María de Guadalupe! Amén.

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