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Card. Carlos Aguiar Retes, Arzobispo Primado De México. Foto: Basílica De Guadalupe.

Homilía- La parábola del hijo pródigo – 27/03/22

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo: por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: Éste recibe a los pecadores y come con ellos”.

Jesús afronta con la parábola de los dos hijos, las frecuentes críticas de los fariseos y escribas, que recibía por mantener una actitud abierta y de diálogo con todo tipo de personas, incluidos los pecadores públicos, que eran considerados contrarios a la propuesta religiosa establecida en el pueblo de Israel.

La parábola cuestiona fuertemente la crítica de los fariseos, ya que el Padre representa a Dios en su amor por todos sus hijos, el hijo mayor que se siente el privilegiado y heredero único, representa a los escribas y fariseos, y el hijo menor a los pecadores públicos que derrochan sus bienes en los vicios. El mensaje se centra en el amor del Padre, que respeta plenamente la libertad de los hijos, pero conserva siempre la esperanza de que los hijos vuelvan a la casa paterna, y compartan su vida en la plenitud del amor.

Es también parte del mensaje descubrir, que al extraviar el camino y perderse en los vicios, queda la persona con mente y corazón atado a la esclavitud de lo acontecido, y llega con frecuencia a perder la propia dignidad, de ya no considerarse hijo amado, y por tanto, indigno de ser perdonado: “Se puso entonces a reflexionar y se dijo:

¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores”.

El Padre en cambio ama inmensamente a sus hijos, nunca da por perdido al pecador, y siempre está dispuesto a perdonar y a prodigar su amor a sus hijos: “Pero el padre les dijo a sus criados: ¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; … traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado? Y empezó el banquete”.

Sin embargo el hijo mayor, representa al que se siente justo porque cumple con todas sus responsabilidades, pero con frecuencia sin tomar conciencia de que detrás lo sostiene el amor del Padre, llegando a pensar que él, se merece ser hijo y disfrutar de los bienes del padre; por eso no entiende el perdón a su hermano menor, se enoja, al escuchar la noticia: “Tu hermano ha regresado y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo”.

En cambio la actitud del Padre es plena de bondad y de amor hacia los dos hijos: “Salió entonces el padre y le rogó que entrara… Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”.

Cuando se vive el amor se ingresa a la experiencia de una vida nueva, todo tiene color y sentido, es la vida en el espíritu, conducida ante todo tipo de contextos favorables y adversos, ambos encuentran sentido, porque hay siempre esperanza, y todo se considera un don de Dios. Es el amor incondicional, que le da sentido a la vida, cualquiera que sea el derrotero que vivan las personas, los pueblos y las familias.

Las alegrías intensifican la convicción de ir por el camino correcto, y generan siempre la confianza necesaria para afrontar con entereza las tristezas y preocupaciones, los sufrimientos y enfermedades, porque se toma conciencia de la transitoriedad de esta vida, y crece la expectativa cierta de la futura, porque el cristiano ya conoce que Cristo entregó su vida por él, como bien expresa San Pablo: “El que vive según Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo”.

Este camino es el camino pascual al que hoy se refiere la primera lectura, con la experiencia del pueblo de Israel de atravesar a duras penas el desierto, para llegar a la tierra prometida: “Los israelitas acamparon en Guilgal, donde celebraron la Pascua,.. en la llanura desértica de Jericó. El día siguiente a la Pascua, comieron del fruto de la tierra, panes ázimos y granos de trigo tostados. A partir de aquel día, cesó el maná…y desde aquel año comieron de los frutos que producía la tierra de Canaán”.

Cada año la Cuaresma invita a los fieles, discípulos de Cristo, a examinar el recorrido vivido y renovar la fe en los misterios de la Encarnación del Hijo de Dios y en la consecuente Redención, que ha realizado para beneficio de todos los creyentes, y hombres de buena voluntad.

Ésta es la razón del Sacramento de la Reconciliación, que ha encomendado el Señor Jesús a sus apóstoles, como recuerda San Pablo a los Corintios: “Todo esto proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y que nos confirió el ministerio de la reconciliación… renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres, y a nosotros nos confió el mensaje de la reconciliación. Por eso, nosotros somos embajadores de Cristo, y por nuestro medio, es como si Dios mismo los exhortara a ustedes. En nombre de Cristo les pedimos que se dejen reconciliar con Dios”.

Al llegar a esta cuarta semana de Cuaresma, como secuencia a este año, que hemos proclamado con el objetivo “Revitalicemos nuestra fe”, las Parroquias de la Arquidiócesis de México han preparado algunas iniciativas de actividades socio- caritativas para abrir nuestro corazón a las necesidades de los más pobres, y nuestra disposición para colaborar de manera solidaria y en comunidad.

La Caridad es la expresión del amor, el testimonio de vida que atrae y evangeliza a través de las obras de misericordia, mostrando el amor de Dios Padre, que ha enviado a su Hijo para enseñarnos a vivir el amor, y ha llamado a sus discípulos para que a lo largo de la historia, como Iglesia, hagamos presente el amor misericordioso, de quien nos ha creado y destinado a participar en la Casa de Dios Padre por toda la eternidad.

Nuestra Madre, María de Guadalupe, durante 5 siglos nos ha transmitido mediante su ternura ese amor incondicional. Pidámosle su ayuda para aprender a imitarla, como buenos discípulos de su Hijo.

Oh María, Madre nuestra, tú resplandeces siempre en nuestro camino como un signo de salvación y esperanza; porque has venido aquí para mostrarnos el cariño y la ternura necesaria, que nos permite confiar en tí y en tu Hijo Jesucristo.

Tú, Esperanza del pueblo mexicano, sabes lo que necesitamos y estamos seguros de que nos ayudarás a interpretar lo que Dios Padre espera de nosotros, en esta prueba mundial de la Pandemia.

Ayúdanos en esta Cuaresma a convertir nuestras penas y llantos en ocasión propicia para descubrir que a través de la cruz conseguiremos la alegría de la resurrección.

En ti confiamos, Madre del Divino Amor, guíanos con la luz de la Fe y la fortaleza de la Esperanza para cumplir la voluntad del Padre, discerniendo en comunidad, lo que el Espíritu Santo siembra en nuestros corazones.

Auxílianos para que en familia crezcamos en el Amor, y aprendamos a compartir lo que somos y tenemos con nuestros hermanos más necesitados.

A ti nos encomendamos, Madre de la Iglesia, para ser buenos y fieles discípulos de Jesucristo, como tú ejemplarmente lo fuiste; y convertirnos en sembradores y promotores de la paz.

Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desprecies nuestras súplicas en las necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita. Amén.

 

 

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