Homilía- La fe, la esperanza y el amor- 30/01/22
“Desde antes de formarte en el seno materno, te conozco; desde antes de que nacieras, te consagré como profeta para las naciones. Cíñete y prepárate; ponte en pie y diles lo que yo te mando. No temas, no titubees delante de ellos, para que yo no te quebrante”.
Hoy la Palabra de Dios narra la misión del Profeta, desde distintas experiencias, de distintos tiempos, diferentes ambientes y personas. En la primera lectura escuchamos a Jeremías, a quien le tocó vivir los tiempos inmediatamente previos a la catástofre de la Destrucción de Jerusalén y del Templo, y el consecuente destierro de los israelitas a Babilonia, bajo la condición de esclavos. Jeremías cumplió su misión cabalmente, pero el pueblo no lo escuchó ni dió crédito a sus palabras. Al contrario, fue duramente perseguido y amedrentado por las autoridades. Sin embargo, fue siempre fiel a su misión, con frecuentes e insistentes intervenciones.
En el Evangelio de hoy Jesús, desafiando el refrán: Ningún profeta es bien recibido en su tierra; se presenta para superar ese estigma popular. Lo hace en el lugar correcto, presentándose en la sinagoga, y precedido de una buena fama, ganada en el inicio de su ministerio en la Rivera del lago de Galilea.
Jesús les advierte: “Yo les aseguro que nadie es profeta en su tierra. Había ciertamente en Israel muchas viudas en los tiempos de Elías, cuando faltó la lluvia durante tres años y medio, y hubo un hambre terrible en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda que vivía en Sarepta, ciudad de Sidón. Había muchos leprosos en Israel, en tiempos del profeta Elíseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, que era de Siria”.
Con estas desafiantes palabras, a pesar de la inicial favorable reacción de la comunidad, ésta enfurece al punto de intentar desbarrancarlo: “Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de ira, y levantándose, lo sacaron de la ciudad y lo llevaron hasta un barranco del monte, sobre el que estaba construida la ciudad, para despeñarlo. Pero él, pasando por en medio de ellos, se alejó de ahí”.
La reacción negativa es consecuencia de sentirse heridos ante la advertencia de Jesús al considerar que la Rivera del lago de Galilea, como Cafarnaúm, siendo un lugar de paso de las caravanas de Egipto al norte y viceversa, considerada lugar de negocios y de vicios, si respondía a su predicación. Nazaret en cambio pequeña y de montaña, estaba alejada del comercio y de transeúntes, y permanecía fiel a las tradiciones.
¿Cómo pues, Jesús se atreve a expresar esas odiosas comparaciones?
Una enseñanza es clara, jamás debemos exigir a Dios una intervención milagrosa. La podemos pedir, pero será siempre un regalo el concedérnosla. Además, debemos considerar que la gracia de Dios y sus intervenciones tienen el objetivo de atraer a los pecadores más rebeldes, y transformar su corazón, descubriendo el amor, que Dios tiene por todos sus hijos.
Jesús al obtener para nosotros, mediante el Bautismo, la condición de Hijos Adoptivos de Dios nos ha llamado a ser profetas; por tanto a dar a conocer los proyectos de Dios y testimoniar con nuestras propias vidas el amor de Dios por todas sus creaturas.
La misión del Profeta consiste en escuchar la voz de Dios, discernir a través de los acontecimientos personales y sociales los signos de los tiempos, mediante la luz de la Palabra de Dios en los Evangelios y demás escritos bíblicos, y una vez descubierta y clarificada la voluntad de Dios, transmitirla a través de nuestro testimonio y de nuestras relaciones de colaboración solidaria, o de la ayuda fraterna.
Desde nuestro Bautismo recibimos la participación en el Sacerdocio común o también llamado sacerdocio de los fieles. Preguntémonos si he desarrollado en mí la conciencia de ser profeta, y la experiencia de transmitir la presencia de Dios que camina con nosotros, mediante la asistencia del Espíritu Santo.
Para ser auténticos profetas, hoy San Pablo ha recordado el camino del amor, describiendo sus características: “El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no es presumido ni se envanece; no es grosero ni egoísta; no se irrita ni guarda rencor; no se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad. El amor disculpa sin límites, confía sin límites, espera sin límites, soporta sin límites”.
¡Viviendo el amor seremos auténticos profetas!
Y para que no perdamos el rumbo ni nos desesperemos ante la injusticia, las calumnias, la violencia, el odio y las venganzas, también ha señalado: “El amor dura por siempre; … Ahora vemos como en un espejo y oscuramente, pero después será cara a cara. Ahora sólo conozco de una manera imperfecta, pero entonces conoceré a Dios como él me conoce a mí. Ahora tenemos estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor; pero el amor es la mayor de las tres”.
La fe consiste en tener la confianza y fidelidad de creer en la Palabra de Jesucristo, y en sus enseñanzas. La esperanza es mantener encendida la luz de dichas enseñanzas por encima de cualquier adversidad, conflicto, confrontación, sufrimiento, o incomprensión. Y el amor vendrá como consecuencia, al confirmar de diversas maneras, casi siempre inesperadas y sorpresivas, que Dios no te abandona nunca, y siempre mantiene firmemente sus promesas.
Acudamos a María de Guadalupe, como Madre de la Iglesia, como Madre nuestra, quien, en su vida, fue ejemplar la confianza que depositó en la palabra, que el Arcángel Gabriel le transmitió en nombre de Dios, aunque parecía imposible lo que se le pedía; sin embargo su respuesta fue clara y contundente “Hágase en mí, según lo que me has dicho”. Vivió bajo la sombra del misterio, pero con fe y plena confianza en Dios.
Pidámosle ser profetas como ella, lo fue. Que aprendamos a creer con fidelidad, a vivir siempre la esperanza con plena confianza, y a dar testimonio del amor mediante la comprensión, el servicio, y la humildad.
Oh María, Madre nuestra, tú resplandeces siempre en nuestro camino como un signo de salvación y esperanza.
A ti nos encomendamos, Madre de la Iglesia, para ser buenos y fieles discípulos de Jesucristo, como tú ejemplarmente lo fuiste.
En ti confiamos, Madre del Divino Amor, para cumplir la voluntad del Padre, discerniendo en comunidad, lo que el Espíritu Santo siembra en nuestros corazones.
Ayúdanos a convertir nuestras penas y llantos en ocasión propicia para descubrir que a través de la cruz conseguiremos la alegría de la resurrección.
Tú, Esperanza del pueblo mexicano, sabes lo que necesitamos y estamos seguros de que nos ayudarás a interpretar lo que Dios quiere de nosotros, en esta prueba mundial de la Pandemia.
Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desprecies nuestras súplicas en las necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita. Amén.