HOMILIA DOMINGO II DE ADVIENTO
HOMILIA DOMINGO II DE ADVIENTO
«Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios. Hablen al corazón de Jerusalén. Díganle a gritos que ya terminó el tiempo de su servidumbre y que ya ha satisfecho por sus iniquidades”.
De esta manera, el profeta Isaías nos invita a ser consoladores. Me pregunto, ¿cada uno de los que estamos aquí presentes tiene conciencia de que somos transmisores de Dios para dar consuelo al que sufre?
Hoy, vivimos en una sociedad con fuerte tendencia al libertinaje, donde cada quien piensa y hace lo que quiere, lo cual conduce al desorden en las relaciones sociales, y propicia la actitud de odio, venganza e inseguridad, pues se rompen los lazos fraternos, se pierde conciencia, de que todos somos hijos de Dios y, por tanto, hermanos.
«Consuelen, consuelen a mi pueblo», ¿en qué consiste el consuelo que ofrece Dios a nosotros?
Lo primero es que ya ha satisfecho por sus iniquidades, es decir, lo que mucha gente ha sufrido al ser víctima de injusticias, trae consecuencias negativas y esas situaciones, sean culpables o no, han hecho un camino en el que necesitan para sanear el corazón descubrir el perdón.
El perdón es la centralidad del consuelo, porque al perdonar, hacemos un esfuerzo por entender por qué el otro hizo lo que
nos dañó. No conocemos su interior, pero el acto de perdonar fortalece enormemente nuestro corazón y nos otorga paz. Así actúa Dios con nosotros, ya que el perdonar es una actitud divina.
¿Qué más nos dice hoy la palabra de Dios para consolar? Nos dice también el mismo profeta Isaías: «Preparen el camino del Señor en el desierto». En esta situación difícil que vivimos, no solo en México, en la ciudad, sino en todo el país, y en general en todo el mundo, este momento de transición necesita que preparemos el camino del Señor.
Debemos anunciar, como dice el profeta: «Aquí está su Dios, aquí llega el Señor lleno de poder, el que con su brazo lo domina todo». Nuestro Dios, el verdadero Dios por quien se vive, tal como lo reveló nuestra madre a nuestros antepasados y que ha estado pendiente ya casi cinco siglos de estar con nosotros. Ella muestra su amor, ternura y consuelo para que aprendamos a imitarla como buena madre, padre y buenos hermanos. Entonces podremos hacer que verdaderamente Dios habite a través de nosotros, que esté dentro de nosotros.
¿Por qué? Porque dice el Evangelio de hoy, Juan Bautista: «Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo». ¡Levanten la mano quienes están bautizados! Todos nosotros hemos recibido el Espíritu Santo en nuestro bautismo. Es Jesús quien le pidió a Dios su Padre que el Espíritu Santo bajara sobre nosotros y en su nombre nos condujera. Por eso, el Espíritu Santo habita en nuestro corazón. Mientras
hacemos el bien, nos fortalece; cuando hacemos el mal, está para perdonarnos y renovarnos en nuestro interior.
Esta es la vida nueva que San Pablo menciona en la segunda lectura y que está pensada para nosotros. Al final de la segunda lectura, expresa claramente: «Nosotros confiamos en la promesa del Señor, en que nos ha dado su Espíritu, el Espíritu Santo, y esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia».
Nosotros, los bautizados, los que hemos recibido el Espíritu, sabemos que Él no nos falla; somos nosotros los que le fallamos. Pero para eso estamos aquí, para eso celebramos la Eucaristía, para eso escuchamos su palabra, para renovarnos cada vez que sea necesario.
¿O no está para eso el sacramento de la penitencia? ¡Nos renueva, nos perdona! Nos da fuerza para volver a ser conductores de la presencia de esta vida nueva, la vida del amor, porque Dios es amor.
Esto es a lo que hoy nos invita la palabra de Dios, para que sepamos consolarnos y consolar a los demás, para que estemos siempre fortalecidos en nuestro interior, para que no nos desanimemos, ni decaigamos en la tristeza, la soledad, la angustia o la desesperación, sino que estemos siempre alegres, siempre felices, porque tenemos el Espíritu de Dios en nuestro propio espíritu y porque tenemos a nuestra Madre, que nos lo recuerda.
Por eso los invito para que así transmitamos nuestro consuelo a los demás, con nuestra esperanza de llegar un día al término de nuestra vida para compartir plenamente la vida del amor con Dios, con esta confianza en el Espíritu Santo.
Vamos, pues, en un breve momento de silencio, a abrir nuestro corazón a nuestra Madre para que oremos. ¿Aquí hemos venido para eso, no? ¿Para encontrarnos con ella? ¿Es que si no hubieran ido a otro templo? Donde también la han encontrado, pero aquí la sentimos más, porque aquí ella escogió su casita sagrada.
Abrámosle nuestro corazón, y expresémosle las penas y las alegrías que llevamos en nuestro interior. En un breve momento de silencio, nos ponemos de pie.
Madre nuestra María de Guadalupe, en este Adviento te pedimos que nos ayudes a desear la venida de tu hijo, nuestro Señor Jesucristo, y a decidirnos a transmitir mediante nuestro testimonio de vida que camina y vive en medio de nosotros.
Danos el ánimo y la necesaria convicción de que somos discípulos de tu hijo, discípulos de Jesús, y por ello, debemos dar a conocer a nuestro querido maestro a todos los hombres de buena voluntad, a todas las personas. Que tomemos conciencia de que necesitamos conocer y meditar más a tu hijo, leyendo y meditando los evangelios.
Invocamos tu auxilio por todas las familias en nuestra patria querida, para que encontremos los caminos de reconciliación y
logremos la paz en el interior de cada familia y en la relación de unas con otras, en las vecindades, cotos y departamentos y en nuestra manera de comportarnos al transitar por las calles y los comercios.
Con gran confianza, ponemos en tus manos al Papa Francisco, fortalécelo y acompáñalo en su ministerio pontificio. Ayúdanos a responder a su llamado para que renovemos nuestra aspiración de ser una Iglesia sinodal, donde todos seamos capaces de escuchar, discernir la voluntad de Dios Padre y ponerla en práctica, transmitirla a nuestros prójimos.
Todos los fieles aquí presentes este domingo nos encomendamos a ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y esperanza. Oh clemente, piadosa y dulce Virgen María de Guadalupe, Amén.