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Cardenal Carlos Aguiar Retes En La Basílica De Guadalupe

¿Somos agradecidos con Dios o somos como los nueve leprosos?

“Cuando Jesús iba de camino a Jerusalén, pasó entre Samaria y Galilea. Estaba cerca de un pueblo, cuando le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se detuvieron a lo lejos y a gritos le decían: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”.

Los leprosos no podían entrar a las ciudades, ni vivir en ellas para no contagiar al resto de la población; por tanto, tenían que vivir fuera de la ciudad. En cuevas o en algún campamento. Cuando entraban en la ciudad, tenían que llevar una campanilla para anunciar que ahí iba un leproso, para que nadie se le acercara y así no contagiara a los demás.

Según la legislación establecida en Israel, los leprosos debían acudir al templo y presentarse ante los sacerdotes para que hicieran un ritual, fundamentalmente de limpieza con agua y oración para implorar la misericordia de Dios y la curación. Si el sacerdote constataba que después de estos ritos desaparecía la lepra, eran reincorporados a la sociedad, pero si la lepra continuaba, debían seguir viviendo en las afueras del pueblo.

Ante la súplica a gritos de los leprosos, Jesús les indica que se presentaran en el templo a los sacerdotes. Así lo hacen: “Y mientras iban de camino, quedaron limpios de la lepra”.

Por tanto, antes de llegar al templo quedaron limpios de la lepra; pero no tuvieron la sensibilidad para descubrir, que Jesús los había curado, solo hubo un extranjero: “Ese era un samaritano. Entonces dijo Jesús: ¿No eran diez los que quedaron limpios? ¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios? Después le dijo al samaritano: Levántate y vete. Tu fe te ha salvado”.

¿Cómo podemos evitar la actitud de los nueve leprosos, y ser como el samaritano, que agradece la acción de Dios a través de Jesucristo?

Es oportuno plantearnos esta pregunta, particularmente cuando experimentamos que Dios no escucha nuestra súplica, y por eso nos alejamos o distanciamos de la oración. Es entonces conveniente examinarnos y detectar si padezco de ceguera espiritual, que me impide descubrir la ayuda divina en mi vida ordinaria.

La lepra actual de la ceguera espiritual está muy difundida actualmente en nuestra sociedad, altamente secularizada; ya que se ha extendido la tendencia constante de ignorar o esconder con vergüenza nuestra convicción cristiana, lo cual ha llevado a una fractura familiar y cultural de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones, que lamentablemente desconocen cómo descubrir la presencia de la intervención de Dios en su vida, sus relaciones, y en sus actividades.

Las intervenciones de Dios son constantes pero muchas veces no las descubrimos y caemos en el falso orgullo de atribuirlo a nuestra astucia. Con frecuencia se piensa que son fruto de la relación humana, o de los méritos propios, y se olvida, quien está detrás. No existe así la sensibilidad para descubrir la mano de Dios en la cotidianidad de la vida.

Otro sector de la sociedad de tradición religiosa mantiene la actitud de Naamán que pretendió recompensar materialmente al Profeta Eliseo por haberle conducido para ser curado de la lepra.

El profeta rechaza la dádiva, expresando así que la intervención de Dios es siempre gratuita, y superando la concepción de un Dios que solamente ayuda a cambio de alguna ofrenda o sacrificio.

El Dios revelado por Jesucristo es un Dios, cuya naturaleza es el amor, y que está permanentemente pendiente de sus hijos, nos ayuda sin límites para que aprendamos a amar en libertad, eligiendo siempre el bien para los demás, y descubriendo la dignidad de todo ser humano, independientemente de sus contextos culturales y condiciones sociales.

Para recorrer ese camino es necesario acudir a Jesucristo mediante la oración, la escucha de los Evangelios, y el compartir las experiencias de vida con otro discípulo, en familia, con un pequeño círculo de amigos, o en comunidad. Porque solos jamás saldremos adelante, particularmente ante los problemas, conflictos y sufrimientos.

Por eso, la recomendación de San Pablo a su discípulo Timoteo: “Acuérdate de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos… Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede contradecirse a sí mismo”.

San Pablo afirma que su propia experiencia espiritual y apostólica es el núcleo de su su fortaleza y su mensaje: “Este ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor. Pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna”.

Los invito a preguntarnos, ¿cuál es mi actitud en la oración? ¿Me dirijo a Dios presentando mi necesidad de ser auxiliado, porque confío en su amor misericordioso? ¿Y, cuando Dios me escucha y me responde favorablemente, reconozco esa ayuda y le agradezco su intervención, siguiendo el ejemplo del leproso samaritano?

Nuestra madre, María de Guadalupe ha venido a nuestras tierras para ayudarnos a descubrir mediante su ternura y amor, que su Hijo se encarnó en su seno para manifestar el inmenso amor de Dios Padre, que quiere que todos los hombres se salven, y para lograrlo Jesucristo entregó su vida en obediencia plena, para señalarnos que la enfermedad, sufrimiento, tragedias, y muerte no es el destino final, sino el paso definitivo para llegar a la Casa del Padre.

Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos a expresar nuestra solidaridad de forma creativa, haznos valientes para generar y promover los cambios que se necesitan en busca del bien común.

Con tu cariño y ternura trasforma nuestro miedo y sentimientos de soledad en esperanza y fraternidad, para lograr una verdadera conversión del corazón, y generemos una Iglesia Sinodal, aprendiendo a caminar juntos; así seremos capaces de escuchar y responder al clamor de la tierra y al clamor de los pobres.

Madre de Dios y Madre nuestra, conscientes de la dramática situación actual, llena de sufrimientos y angustias que oprimen al mundo entero, ayúdanos para que todos estos sufrimientos sean los dolores del nacimiento de un mundo más fraterno y sostenible.

Nos encomendamos a Ti, que siempre has acompañado nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.

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